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ALFRED NOBEL DESCUBRIDOR DE LA DINAMITA 1º

Durante los últimos años del siglo XIX, Estocolmo era una gran ciudad
silenciosa, donde vivían ricos comerciantes noruegos y suecos, que
monopolizaban los intercambios comerciales entre Rusia y los otros
países del norte de Europa. Era una ciudad que se iba extendiendo
progresivamente; las primeras industrias nacían en el límite de los
inmensos bosques suecos y, en los astilleros, se trabajaba con una
actividad incesante en la construcción de barcos.

Alfredo Nóbel nació al comienzo de tal prosperidad, el 21 de octubre
de 1833. Su padre, ingeniero muy apreciado por su viva inteligencia,
se había consagrado durante largos años al estudio de los explosivos,
interesándose por conocer su composición química y sus efectos. Fue
el primero que logró construir una mina submarina (torpedo fijo o
flotante que estalla al menor choque y se emplea para atacar barcos
enemigos y como defensa de los puertos) que despertó el interés de
todas las naciones europeas, deseando cada una de ellas adquirir la
respectiva patente para poseer los derechos de explotación exclusiva.
Cuando Alfredo Nóbel era todavía un niño, el gobierno ruso propuso a
su padre que se trasladara a San Petersburgo para instalar allí una
fábrica destina da a la producción, en gran escala, de este tipo de
aparatos de guerra. El padre aceptó, haciendo que el destino de
Alfredo fuese crecer y formar su espíritu entre explosivos. No
resulta sorprendente por lo tanto que, años más tarde, se dedicara él
también a profundizar y revelar los secretos de esta clase de
investigaciones.

Comenzó sus estudios en Estocolmo, los continuó en San Petersburgo y,
cuando sólo contaba diecisiete años, su padre lo hizo viajar sin
compañía por Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos; hablaba
ya, con la misma perfección: sueco, francés, inglés, alemán e
italiano. Su genio se manifestó tempranamente. Bajo la sabia
dirección de su progenitor, que fue el mejor de sus guías, no tardó en
ser conocido, sobre todo por algunos inventos relacionados con
diferentes sectores de la industria mecánica. No tenía aún veinte
años, cuando hizo patentar un tipo especial de medidor (contador) de
gas y un modelo de medidor de agua. Pero, por esta misma época, un
período difícil se iniciaba para los Nóbel. Europa, que hasta el año
1815 había vivido angustiada por la guerra, deseaba ahora paz y
tranquilidad; las razones militares que habían llevado a Rusia a
contratar los servicios del ingeniero sueco perdieron importancia, y
el gobierno imperial decidió suspender la fabricación de minas
submarinas y cerrar las fábricas.

Cuando regresó a Suecia con su padre y su hermano, Alfredo quiso
intentar la fabricación de nitroglicerina en grandes cantidades,
estableciendo una verdadera manufactura; esto era algo que nadie había
osado imaginar, pues la producción de esta materia presenta numerosos
peligros. Se trata, en efecto, de un explosivo extremadamente
sensible, descubierto en el año 1847, en los laboratorios de la
Universidad de Turín, por quien habría de implantar, más tarde, la
utilización de la dinamita en la agricultura: el químico italiano
Ascanio Sobrero (1812-1888), que se había adelantado a Alfredo Nóbel
en el descubrimiento de la nitroglicerina.

En 1864, cuando el éxito parecía seguro, una tragedia enlutó a la
familia Nóbel. La imprudencia de algunos obreros, que trabajaban en
la fábrica recién terminada, provocó una tremenda explosión que hizo
saltar todas las instalaciones y causó la muerte de cinco trabajadores
y de Emilio Nóbel, el hermano menor de Alfredo. Fue una dura prueba
para el joven sabio. Solo, privado de su querido compañero, sin apoyo
y sin recursos, tuvo que alquilar una vieja embarcación en la que
instaló su laboratorio.

En 1865, la fortuna parecía volver a sonreírle; fundó la primera
fábrica en Alemania y, algún tiempo más tarde, otra en Suecia. Pero
siempre estaba expuesto al riesgo que ofrecía, en todo momento, la
manufactura de este tipo de explosivo esencialmente peligroso. Tuvo
entonces la idea de mezclar la nitroglicerina con una sustancia
permeable inerte. Obtuvo, de este modo, la dinamita', mucho menos
peligrosa en su fabricación que la nitroglicerina.

Para poder satisfacer los pedidos que recibía de todos los puntos de
la Tierra, Nóbel estableció numerosas fábricas en toda Europa; pero el
éxito no lo alejó del estudio y de la investigación. Agregando otras
sustancias a los explosivos que ya había descubierto, el gran sabio
sueco logró nuevos productos: la dinamita-goma, obtenida gelatinizando
92 partes de nitroglicerina por 8 partes de nitro celulosa; y la
balistita, que contiene partes casi iguales de nitroglicerina y
nitrocelulosa, con un 10 % de alcanfor. Las patentó en 1887 y 1888;
luego las ofreció al gobierno francés que las rechazó. Este
acontecimiento, aparentemente sin importancia, marcó el punto de
partida de una sucesión de hechos que habrían de complicar su
existencia. Cuando sus experiencias comenzaban a proporcionarle tanto
dinero como para convertirlo en el hombre más rico de su época, se
desató una campaña en contra suya.

Periódicos, políticos, medios comerciales e industriales hicieron
recaer sobre él la responsabilidad de los horrores de las guerras
futuras. Olvidaban o desdeñaban los notables servicios que podrían
prestar la dinamita y otros explosivos, empleados con fines pací icos.
Nóbel no había trabajado para acrecentar las matanzas, sino para
impulsar la ciencia en su camino hacia el progreso; aún más:
conservaba la ilusión de contribuir a descartar los peligros de nuevos
conflictos bélicos, mediante los resultados de su labor. ¿Cómo hubiera
sido posible llevar a buen fin los trabajos de los túneles del
Simplón, de 20 kilómetros de largo, o del San Cotardo, de 15
kilómetros, sin el auxilio de la dinamita?