¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos.
Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto.
La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra.
Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.
La niña de los fósforos
Hola y adiós Ana, te lo dejo todo para tí. Me voy a la piscina con M.
Tras ellos llegó la paloma blanca, que había entregado el mensaje. Caperucita le tendió las manos y el animalito, suavemente, se dejó caer en ellas, con sus últimas fuerzas. Luego, sintiendo en el corazón el calor de la mejilla de la niña, abandonó este mundo para siempre.
De pronto, un grito de esperanza resonó por todas partes: un escuadrón de cosacos envueltos en sus pellizas de pieles llegaba a la aldea, poniendo en fuga a los atacantes.
Pasaron dos días. La niña, angustiada, se preguntaba si la palomita habría
sucumbido bajo el intenso frío. Pero, además, la situación de todos los vecinos de la aldea no podía ser más grave:
sus enemigos habían logrado entrar y se hallaban dedicados a robar todas las provisiones.
Entonces Caperucita le habló a la paloma blanca, una de sus protegidas. El avecilla, con sus ojitos fijos en la niña, parecía comprenderla. Caperucita Roja ató un mensaje en una de sus patas, le indicó una dirección desde la ventana y lanzó hacia lo alto a la paloma blanca.
Pero es imposible atravesar las montañasnevadas; pereceríamos en el camino -respondieron algunos.
Un día los habitantes de un pueblo cercano, que también padecían escasez, cercaron la aldea de Caperucita con la intención de robar sus ganados y su trigo.
-Son más que nosotros -dijeron los hombres-. Tendríamos que solicitar el envío de tropas que nos defiendan.
Caperucita Roja, apiadada de los pequeños seres atrevidos y hambrientos, ponia granos en su ventana y miguitas de pan, para que ellos pudieran alimentarse. Al fin, perdiendo el temor, iban a posarse en los hombros de su protectora y compartían el cálido refugio de su casita.
Aquel invierno fue más crudo que de ordinario y el hambre se hacía sentir en la comarca. Pero eran las avecillas quienes llevaban la peor parte, pues en el eterno manto de nieve que cubría la tierra no podían hallar sustento.