El rey Federico Guillermo I de Prusia, ostentó su cargo entre 1713 y 1740 y parece que no era un tipo falto de sentido común. En primer lugar porque durante todo su reinado únicamente se vio envuelto en una guerra, y no fue muy larga. Su periodo de gobierno se caracterizó por la austeridad y la eficacia, buscando una administración viable en unos territorios en los que la dispersión geográfica hacía muy complicado mantener aquellas buscadas austeridad y eficacia. Por si esto fuera poco, implantó la obligatoriedad de la enseñanza entre sus súbditos y creó escuelas por todo su reino.
Pero la muestra más palpable de su enorme sentido común y practicidad la encontramos en una nota que dirigió a los obispos, según apunta Carandell en su libro sobre anécdotas políticas: “Hemos observado por nosotros mismos que los sermones se prolongan fuera de la medida y que los predicadores los hacen durar a fuerza de hablar mucho y largo. Deseando poner un límite a tan fatigosas prédicas que más sirven para debilitar que para alimentar la devoción, mandamos que hagáis entender a todos los predicadores que en adelante reduzcan los sermones en forma que no pasen nunca de una hora”.
Comprendo que eran otros tiempos y que hubiera que ir poco a poco, pero incluso una hora de sermón se me antoja un pelín excesivo, salvo que el predicador sea además un buen orador.
Pero la muestra más palpable de su enorme sentido común y practicidad la encontramos en una nota que dirigió a los obispos, según apunta Carandell en su libro sobre anécdotas políticas: “Hemos observado por nosotros mismos que los sermones se prolongan fuera de la medida y que los predicadores los hacen durar a fuerza de hablar mucho y largo. Deseando poner un límite a tan fatigosas prédicas que más sirven para debilitar que para alimentar la devoción, mandamos que hagáis entender a todos los predicadores que en adelante reduzcan los sermones en forma que no pasen nunca de una hora”.
Comprendo que eran otros tiempos y que hubiera que ir poco a poco, pero incluso una hora de sermón se me antoja un pelín excesivo, salvo que el predicador sea además un buen orador.