TURON: Se besaron con melancolia, degustando la dicha de estar...

-Ven que te seque y te caliente un poco.

-Si no tengo frio, mujer, si no tengo frio.

Mas al norte, cerca ya de las fuentes, incesantes en su preñar de vida el arroyo, Clara Luz Fernandez Moro terminaba el caldo de gallina vieja, con tomillo y regaliz, para la tos perseverante.
Hasta Clara Luz tambien llegaba, como un suspiro sublime, el magico encanto de aquella musica dulce, delicada, como uno de esos hilos de plata en el amanecer del bosque.
-Abra un poco la ventana, abuela, que ya esta sonando el violin.
-Hace algo de frio, hija.
-Pues me echa usted otra manta por encima.
Al escuchar el violin, a Clara Luz se le iba la sensacion de estar de mas en el mundo, sensacion que a menudo sentia desde la noche de boda. Al escuchar el violin de Juan Jacobo, a Clara Luz le subian por el pecho los respingos, que son como los resalvos de la esperanza.
Todo esto ocurria en el poniente del pueblo, a donde llegaba mas nitida la musica del violin del sobrino del maestro.
Seguia lloviendo sobre los vivos y tambien sobre los muertos del camposanto que reventaban las tumbas e iban surgiendo, imperceptiblemente, en forma de ortigas silvestres.
Juan Jacobo terminaba los compases de La noch ajeno a la realidad de todo aquel auditorio.
En el piso de abajo de la escuela, Conrado y Remedios, abrian su corazon, conjuntamente, a viejos apetitos. Y muy cerca de ellos, en el cuarto pareñado, la joven Felicitas deseaba, con impetu irreverente, convertirse en violin y sentir las caricias de su primo eternamente (estrellas que perduran en los cielos inmutables, por los siglos de los siglos, amen Felicitas)

Se ha roto el cielo en mil pedazos y por sus cisuras cae el agua sin cesar a lo largo de toda la tierra y puede que tambien sobre la inmensa llanura del mar.

Los pies de Efren Alonso del Valle se hundian en la tierra barrosa del huerto de la Posada. Efren sentia llover de prisa sobre el capote aguadero. Tanteo la pared y trepo, piedras arriba, hasta la ventana del cuarto de Maura. Lo ofuscaba la magia de aquel sueño y sentia como la noche le iba dictando, con voz de lluvia, los pensamientos.
Toco varias veces en el cristal. Mauricia, aun vestida, acerco el candil a la ventana y se persigno tres veces (no podemos saber si por su asombro o por agradecimiento al cielo).
-Anda, entra.
-Vengo, Maura, empujado por el ansia...
-Calla esa boca.
Llegaba Efren al cuarto de Maura como escupido por la noche, empapado, con la hinchazon de lo mal soñado en los ojos y la zozobra entre las piernas.
-No pareces extrañada.
¿Como podia extrañarse Mauricia por algo que habia deseado en tantas ocasiones? Al contrario, se torno humeda como la noche.
-Vengo a escuchar de cerca esa musica que tienes en las caderas.
Efren Alonso del Valle y Mauricia Costales de Caso, viuda de Orestes Tablon, sintieron sus voces como ajenas, incontrolables, calientes. Ni el uno ni la otra sabian, de aquella historia, donde estaba el principio y donde el final.
Mauricia colgaba el capote de lona de Efren cuando sintio la gelidez de unas manos acariciando su cuello. Se estremecio. A Efren le ardian los ojos de amanecer. Y las palabras fueron surgiendo, quedas, calmosas. Y el amor fue deteniendo las horas para que aquel hombre y aquella mujer se eternizaran en cada momento. Se enredaron sus cuerpos, ya desnudos, y la alianza se hizo sublime. Las almas volaron hasta una esquina sombria del cuarto y los corazones sintieron muy cerca el final del mundo. Repicaba la lluvia en los cristales, que mas bien parecian lienzos rasgados por el viento.
Mauricia y Efren vivian uno de esos momentos sostenidos en el tiempo por los invisibles hilos de la melancolia, uno de esos momentos en que los rasgos fisicos de los rostros enamorados se tornan etereos y las arrugas, las contradicciones, las estrias que rodean la mirada y hasta los pomulos sofocados pierden su temporalidad y, desde esa irrealidad,, configuran la autentica expresion del amor.
Sobre el crujiente colchon de hojas se buscaron uno al otro, impaciente él por entrar en ella, ansiosa ella por recibirle a el. Y el deseo de los dos se fundio en un sollozo prolongado que sacudio sus cimientos.
Mientras esto ocurria, en el huerto encharcado, los sapos lanzaban su mexacan al viento para bautismo de los recien amados.

La lluvia llenaba de himnos el callejon de la casa de Praxedes Moro y Rufo Fernandez. Praxedes (niebla y leyenda) y Rufo (temple y carbon), con la ventana del callejon entreabierta, sentian como se les iba arrugando la vida.
-Es como si los corazones ya no funcionaran con sangre sino con lluvia.
¿Por que dices eso mujer?
- Porque laten sin proporcion, descompuestos por tanto barro y no crian sino inclemencias.
-A don Jacinto parece preocuparle que no termine de alejarse el peligro.
-Tambien a mi me preucupa, Rufo, tambien a mi me preocupa.
Se habian extinguido las llamas de los lares. Ya las xanas se descolgaban por las chimeneas y ensayaban nuevos pasos de danzas primas sobre el calor de las cenizas.
Sobre Peñafonte (con letanias de lluvia) se iba tejiendo la maraña del sueño.
-Parece que con la lluvia anda uno mas desganado.
-La lluvia es el aburrimiento mismo que toma cuerpo.

Habia dejado de llover. Era la hora incierta del amanecer. Las nubes se iban destrizando poco a poco. Habia retales de niebla desperdigados por los castañedos de Cueres. Un manto de vapor ascendia desde la hiojarasca buscando la luz.
Alla iban los mineros, pateando el barro, a tomar el camine de Riofarta, en direccion a las frondas de Cueto Moran, en donde se abria, osada, la mina de San Roque.
Iban silenciosos, aspirando el rocio, tadavia calientes las imagenes del sueño.
Peñafonte quedaba atras, desperezandose aun, respirando ya sus chimineas el humo blanco de las primeras lumbres.
La mina de San Roque pertenecia a la Compañia Minera del Norte, propiedad de unos ingenieros ingleses. En ella trabajaban unos cincuenta obreros, entre interior y exterior. El lavadero aprovechaba uno de los arroyos que nacian en las cascadas de Riofarta y en el trabajaban algunas mujeres y niños.
La mina de San Roqueno no era de las mas inseguras de la region. Desde su fundacion, a cargo del marques de Comillas, se habia cobrado diecisiete victimas (no llegaba a un muerto por año). Habia minas que no bajaban de doce muertos al año.
En las ultimas huelgas de la mineria habian sido despedidos, en toda la region, mas de cuatro mil obreros.
En las minas de la Compañia no hubo despidos, pero si, a cambio, un aumento de media hora en la jornada de interior y de una hora en el exterior, ademas de una reduccion de dos pesetas en el jornal. Los jornales de San Roque estaban en diez pesetas y veinticinco centimos para el interior y en siete pesetas y noventa y cuatro centimos para el exterior. Las mujeres cobraban una peseta menos y los niños, hasta los trece años, veian reducido su jornal en una peseta y ochenta centimos.

Frutos Carralon, hombre pacato y de poco hablar, superviviente de cuatro desprendimientos, encabezaba el grupo de mineros que subia hacia Cueto Moran.
A su espalda, el indolente Haroldo Fernandez Paz, grande como un desconsuelo, saboreaba aun el beso en la frente de Maria Gloria. A Haroldo le reconfortaba sobre manera el beso que cada mañana, antes de partir, le dejaba en la frente su esposa Maria Gloria. Lo reconfortaba incluso mas que cantarle las cuarenta al arriero Juan Villamanin.
Al lado de Haroldo iba Placido, el padre (entre otros y otras) de Digna Emerita. Placido Tuñon, antes de entrar a trabajar en la mina, habia sido calderero (o leñador, que tambien asi se decia), pero se conoce que no se rompian lo suficiente los peroles y las calderas como para dar de comer a toda la familia.
Efren Alonso le iba relatando a Eliseo, el poeta, los pormenores de la magica noche con Maura. Lo hacia en voz baja, para que ninguno mas se enterase.
- ¿Y Digna Emerita?
-No fastidies, Eliseo. Ya te dije que nada tiene que ver.
Y Eliseo, segun iba hablando su amigo, intentaba carear o contraponer (o afecto, o entusiasmo, o querencia) con delirio (o carnalidad, o arrebato) y todo le parecia entrar en el mismo saco. Y pensaba entonces en los mirares y en los andares y en los decires de Alvarina Odalisca y todos los adjetivos le venian bien para describir lo que sentia por ella. Y, una vez mas, no entendia los distingos que en el tema del amor hacia su amigo Efren.
El patiestevado hijo de la partera, Ceferino Garcia, se limpiaba el rocio de las cejas con el dedo pulgar.
Roberto Belarmino, el mayor de los mellizos, se rascaba la hoja de higuera mientras se preguntaba a si mismo cuantos años mas tendria que recorrer aquel camino de Riofarta para ganarse la vida. La idea de quedar algun dia enterrado rondaba su cabeza como rondaba siempre, en algun momento, la de cualquier minero.
Adrian Odalisco, el primogenito de Julia Odalisca, pensaba en la viuda Dulce Nombre de Maria.
Al azarado Adrian le habia parido su madre, la muy impaciente, en el banco de la Ermita, durante la novena de Santa Rita.
-Es por eso que salio tan supersticioso y amilanado.

A Adrian le gustaba mucho la viuda Dulce, pero se le hacia demasiado inalcanzable. El era el hijo de la mujer mas pobre de Peñafonte y ella la hermosa viuda de don Lazaro Alonso. (Hay sueños que solo sirven para apurar el tiempo).
Juan Damasaceno, imperterrita expresion, mirada siempre inmovil, intentaba conjurar su preterito imperfecto. (Hay pensamientos que son como telas de araña y hombres a quienes pesan sus recuerdos de forma desatinada, quiza porque no encuentran ordenados todos los eslabones de la cadena, pues cadenas son las vidas de los hombres, para unos simples brejuquillos que llevan con indiferencia, para otros calamiyeras que soportan con resignacion ejemplar y para algunos, como Juan Damasceno, estrenques penosos que provocan la constante rebelion contra uno mismo).
- ¿Que tal paso Clara la noche?
- Tosiendo mucho.
Rufo Fernandez llevaba la mina en las cuencas de los ojos. Brillaban con el rocio sus cicatrices azules. El aire frio le entraba por la nariz, se cristalizaba y le goteaba por los arcos de las aletas agrietandole los labios.
Rufo Fernandez, ademas de en sus ojos, tambien llevaba la mina en sus pulmones.
Se apartaron del camino de Riofarta y tomaron un sendero estrecho, que cruzaba las frondas de Cueto Moran.
Ante ellos se alzaba, sobre las matas de los ligustros, los eucaliptos erguidos hacia un cielo que empezaba ya a clarear.
El barro recibia sus pasos y los enterraba despues. Aquellos hombres iban esparciendo sus huellas siempre por los mismos leganales.
Pronto aparecieron los prados llamados de Rocellanos. La explotacion del carbon de toda aquella zona habia sido cedida por Lazaro Alonso al marques de Comillas. Desde la muerte de Lazaro, su viuda, Dulce Nombre de Maria, recibia los arriendos de la Compañia de Minas del Norte.
A las siete de la mañana todos los picadores, paleros y vagoneros debian estar en sus puestos de trabajo. Siete horas y media de fatigas. No contaba el tiempo desde la bocamina hasta el tajo. Desde Casares y Pedregal algo mas. De Santibañez, a dos horas de camino, venian pocos.
En San Roque habia dos bocaminas (la Nueva y la Vieja o de los Raposos). Cada una constaba de la galeria principal, que descendia en suave pendiente, y varias galerias transversales, algunas de las cuales comunicaban la Mina Nueva con la Mina Vieja. Esta ultima tenia galerias hasta de un kilometro.
Todo era como un bostezo amargo de la tierra verde.

Las gentes del lavadero (ancianos, mujeres y niños) entraban una hora mas tarde y salian casi al oscureceer, cuando entraban los entibadores o mamposteros. Por la noche realizaban su faena barrenistas y dinamiteros.
El capataz, Avelino Llaneza, iba contando las lamparas y los mineros se iban perdiendo, con traviesas y railes, entre cuadros de madera que sujetaban la tierra pizarrosa.
A Eliseo Fernandez, cuando entraba en la mina, se le ocurrian versos muy estimables, pero como no podia anotarlos acababan siempre por olvidarsele.
-Te quiero con melancolia y le pido al cielo que nos una antes de que mi fuerza decrezca, antes de que se marchite mi gracia. Mientras, guardare tu suspiro bajo esta tierra que me amenaza la vida.
Al final de la galeria, cada picador subia a su rampa, donde tenia el corte la veta. Con el pico se iba arrancando el carbon que caia rodando a la galeria. Alli los paleros lo iban cargando en las vagonetas tiradas por mulas que conducian los vagoneros.
El ruido constante de picos, hachas y vagonetas rebotaba por las paredes que sudaban aturdidas por el estrepito. Los hombres, con el torso desnudo, tambien sudaban y aspiraban el polvo que soltaba el carbon.
Las rampas eran de la altura de la veta, por lo que el minero debia picar de rodillas y de rodillas debia tambien preparar la madera, con el hacha, para ir sujetando el escombro del techo.
Era una lucha tenaz con las entrañas de la tierra que, a veces, rugia y se estremecia como una bestia herida. No habia tiempo para pensar en otra cosa que no fuera la dureza de la veta, la madera demasiado humeda, la chispa que pudiera hacer explotar el grisu (agazapado entre las grietas del techo), las corrientes de agua inesperadas o algun costero traidor.
Juan Damasceno, mientras escupia el polvo y se secaba el sudor de la frente, dejo que una imagen fresca y furtiva llegara hasta su cabeza.
A unos el cansancio les agota la memoria, a otros les ofusca el cerebro y el aire se les llena de extrañas pesadillas. Juan Damasceno, cuando sentia el cansancio morderle los huesos, cerraba los ojos e imaginaba los chorros de las casacdas de Riofarta cayendo sobre su cabeza. Cuando esto hacia siempre llegaban hasta su lado deseos y pensamientos viejos y soterrados.
Penso en Maria Dulce.
-Tengo que volver a verla. Necesito verla.

Afuera, el alba riscaba las ultimas sombras. Comenzaba la adtividad en los lavaderos.
El capataz, Avelino Llameral, observaba la faena desde su pequeña caseta. El capataz era un hombre de muy buen corazon y de sanas y ocurrentes inclinaciones. Era una suerte para aquellas gentes de San Roque tener un capataz tan noble y bondadoso como Avelino Llamedal.
-Don Avelino, que la vagoneta me ha espachurrado un pie.
-Anda, pasa a la caseta que te cure y tes vas a casa. Yo te apuntare el jornal.
-Don Avelino, que se me ha caido la merienda al lavadero.
-Anda hijo, pasa a la caseta que te de un poco de pan.
-Don Avelino, que a mi hombre lo tumbo esta noche una colica, con torzijones muy fuertes y que si yo puedo sustituirle, aunque sea por la mitad del jornal.
-Anda, mujer, entra con esa mula y dile a Eliseo, el mellizo, que te la enganche. Ya hablaremos despues del jornal.
El capataz Avelino Llameral, vecino de Casares, era estricto (no se vaya a creer otra cosa), y hasta riguroso, pero gastaba mucha benevolencia y comprension y siempre llevaba palabras reconfortantes y pan de sobra en el costalejo.
En el patio de la viuda Dulce Nombre de Maria flotaba el gris sobre el amarillo del tilo.

Van y vienen las imagenes al ritmo del balanceo de la mecedora de mimbre, obnubilada la mente, el cuerpo prieto de melancolia, ya se hace sofocante la espesura de la hiedra sobre las tapias, corazon de miel en la copa del tilo, aun quedan restos de lluvia sobre el rosal, todo se mueve, un guiño malicioso de las xanas de las fuentes o el sordo rumor de la hierba que crece, no viene mal de vez en cuando un sorbo de jerez quina La Enfermera, danzando se aleja la leyenda de los ligustros inertes con traje de mariposa, es duda vivir pisando verdades, todo se balancea, el tonto Alarico acariciara baboso la foto amarillenta de Matilde Revenga, los plañidos del bosque no consiguen ahuyentar la amenaza de lluvia, aqui-alla, vente a mi lado, quiero que estes aqui, el cuervo endrino respirando azufre sobre la roca pelada, el mar de mi padre es otra verdad que estoy masticando, no debiste marchar de mi lado, menti al simular comprension, reconforta mucho balancearse, se esfumaron para siempre los arrumacos del tonto, es sereno este balanceo, estan dormidos los duendes sobre la hiedra, el mar, aquel entrañable mar de mi padre, este viento que adormece, caliente, como tus ojos, son los perfumes de las arnicas floridas, acariciame tu los pechos, acariciamelos delante de todo el mundo, asi me ahorrare desafios, miedos, remordimientos, no debiste marcharte, hablame en latin para que no te entienda, no debi dejar que te fueras, la mecedora y la barca azul de mi padre, el vaiven de mi pena, aqui-alla, suena la aldaba sobre el porton.

La posadera Mauricia Costales siempre entraba sonriente por el porton de aquel patio.
Mauricia Costales se levantaba temprano a ponerles el almuerzo a loa arrieros. Luego limpiaba el chiogre, arreglaba las caballerizas, subia a despertar a Veredigna para mandarla a la escuela, terciaba el colchon (con la meada) sobre la galeria y, por ultimo, levantaba a su tio Leon (de quien ya sabemos que las noches sin estrellas dormia sin conocimiento).

-Dile a tu hija Veredigna que debe orinar nueve veces durante nueve dias seguidos encima de las ortigas de flores blancas. Dale tambien a beber cocimientos de pie de leon y zurron de pastor, plantas que abundan en los claros del bosque de Cueres, siempre cerca de rocas blancas.
- ¿Y para las verrugas del tio Leon?
-Que se ponga pedazos de carne cruda en las verrugas y los entierre despues hasta que se pudran. Que se las unte despues con leche de higo robado al amanecer.
Mairicia Costales de Caso, viuda de Orestes Tablon, era una mujer muy aplicada y de mucha brega. No obstante, en las cosas de la casa, le echaba una mano Alvarina Odalisca.

Mauricia y Dulce Nombre se juntaban todas las mañanas para tomar infusiones de milenrama con pan frito y, a la vez, contarse los pensamientos. Tambien se friccionaban los cuerpos, mutuamente, con mucha dulzura.
Para esto de los masajes, las viudas usaban leche de Islandia, jugo de limon y pure de algas y margaritas.
La hermosura de Maura era arrogante y comprometedora. La de Dulce Nombre era serena y fresca, como recien llegada con la ultima brisa.
Seguia soplando en el patio el viento caliente del sur.
- ¿Nos quitamos toda la ropa?
- ¿Tu crees que estaremos mejor?
-Si, mujer, ya lo veras.
Mauricia, sentada sobre el cuerpo desnudo de Dulce Nombre, hablaba sobre la magica noche de amor y lluvia que habia pasado con Efren Alonso. Mientras lo hacia iba soltando caricias sobre el cuepo de su amiga Dulce, reviviendo, sin darse cuenta, las escenas de la noche anterior.
Dulce apretaba las lagrimas sobre el colchon de hojas.
- ¿Lloras?.
Desato el nudo de su garganta y le relato a Maura el motivo de su pena.
En el patio se andaban alborotando las andarinas.
-Un hijo es lo que mas he deseado siempre, pero este no puedo tenerlo.
Los dos cuerpos desnudos se abrazaron y las sutiles caricias fueron surgiendo, como un orbayu de miel, hasta exhumar el secreto de la vida (que no es otro que el placer inedito), y aquellas mujeres, de cuerpos desahogados y almas llorosas, anegaron soledades en todas sus hendiduras y encontraron, sin haberlo buscado, entre humedades desconocidas, todo aquello que no habian querido saber ni creer.

(Hay ansias ignoradas que un dia aparecen y rompen el ritmo de lo frecuente provocando una singular batalla de sentimientos. Entonces luchan la tristeza y el placer, el miedo y la vanidad, la confianza en lo poseido y la inquieta necesidad de ser diferente. Todos existimos de alguna manera desde que existe el mundo. ¿Como entonces podemos controlar todos los arquetipos de la memoria comun y los sentimientos inveterados que de ella surgen?).
Mauricia Costales de Caso (quien habia llegado a Peñafonte una Pascua de Pentecostes a casarse con Orestes Tablon (y Dulce Nombre de Maria (quien habia sido arrancada del mar por quien luego habia de resultar un tedioso coleccionbista de insectos) se amaron sobre el colchon de hojas, quiza sin saber que lo estaban haciendo.

A Placida Iglesias, la madre del tonto Alarico, le daban mucho respeto los asuntos de los muertos. No en vano aseguraba que a ella la habia preñado su difunto esposo, la Noche de Todos los Santos, para escarmiento de todos los vivos (siempre tan descreidos e irreverentes con las cosas de Dios).
Placida Iglesias, viuda de Escandon, hacia muy bien los buñuelos de maiz y el pastel de castañas. De eso (y de poco mas) iba viviendo. Tambien hacia, de encargo, casadielles, suspiros y rosquillas de anis y limon. Esta buena mano de Placida para los dulces le venia, en buena parte, de su amistad con Aldegunda (la pobre, ¡que final tuvo!), criada de don Porfirio, que se lavaba el sobaco y la entrepierna con agua de lluvia para evitar, decia, los reconcomios. Las dos habian pasado muchas tardes ensayando nuevos enhornados y batifurrillos.
Aquella mañana de sol, salio Placida Iglesias de su casa (por encima de la Rectoral), algo azarosa e inquieta. Tomo la calleja en direccion a la Ermita y se detuvo al llegar a la casa de Julia Odalisca.
La casa de los Odaliscos era la ultima de tres que hacian esquina con el Camino de las Moras, justo debajo de la hacienda dee Haroldo Fernandez.
Julia Odalisca era una mujer horriblemente triste, de admirable fortaleza de cuerpo y espiritu. Parecia enmudecida de tanta desgracia. No hablaba nunca si no habia una razon poderosa para hacerlo.
Julia encogio levemente las arrugas del rostro para saludar a Placida.
-Senti su voz como un gruñido de alimaña, por detras de las tapias del camposanto. No vi su cara, pero oi su voz rajada y oli el azufre, ya sabes, ese olor de la solfatara que provocan los muertos cuando revientan las tumbas. Y me dijo, con esa voz quejunbrosa que arruina el aire: Dile a mi hija Julia que necesito su perdon y siete misas para terminar de morirme. Que tu padre, Julita, murio con los ojos abiertos, tu lo sabes, y nadie se atrevio a cerrarselos, y tampoco nadie quiso hisoparle el cajon con agua de azahar. Pues eso me dijo. Y lo repitio varias veces, con voz cada vez mas amortecida y distante. Y aqui estoy ahora, Julita, como es mi obligacion, que en los asuntos de muertos no conviene la desidia. Ahora tu veras lo que haces, pues tu padre ya andaba en vida por el infierno y no debio enterrarsele nunca en tierra santa, y tu lo sabes mejor que nadie, que hay pecados que no deberian tener indulgencia.
Julia Odalisca escucho inmovil las palabras azoradas de Placida Iglesias.

Las manchas que Julia Odalisca tenia en el rostro eran sombras de hastio. Llego una noche el demonio (con disfraz de padre) a husmear en su lecho, cuando aun sus pechos eran tiernos serpollos, y desde entonces nunca pudo llorar ni reir. Apenas habia media docena de arrugas en el rostro de aquella mujer, pero su envejecimiento era evidente, quiza por el uso abusivo de tanto silencio, quiza por esa soledad inconfesable de sentirse infeliz hasta la muerte.
-A los muertos, Placida, me los paso yo por el tunel de la entrepierna.
Julia Odalisca se habia casado con Telmo Segareta, entibador ayudante de Manuel Carralon. Telmo era un hombre apocado y tuberculoso, que se consumio un enero lluvioso dejandole a su mujer cuatro hijos nacidos y uno por nacer. Julia hubo de ponerse a trabajar en las minas. Primero acarretando al hombro los cestones de carbon, desde el corte hasta la tolva. Despues, cuando llegaron las vagonetas, conduciendo las mulas.
A Julia Odalisca (sin ninguna mala intencion) la llamaron siempre la impaciente, porque los cinco hijos que tuvo los fue pariendo alla donde la somprendian las contracciones. Al primero, Adrian, lo tuvo en un banco de la Ermita, durante la novena de Santa Rita. A Elsa la pario en el horreo de don Porfirio, enristrando ajos. Alvarina nacio en los maizales de Lazaro Alonso, sallando el maiz. La cuarta fue Julita, que nacio en una esfoyaza en casa de Manuel Carralon. Evelio, el ultimo de los cinco, tuvo la ocurrencia de venir al mundo en la caseta del capataz Avelino Llameral. A todos los llamaban Odaliscos, que no era apellido sino remoquete (decian que por descender de una esclava filipina).
Placida Iglesias salio algo desconsolada de la casa de Julia.
-Ire a ver a don Lubencio.
A Julia Odalisca, con la visita de Placida, se le reavivo la memoria. Llegaron los viejos recuerdos como rafagas de viento, mezclados con la hojarasca de todos los dias. El olor de su padre, a aguardiente y tierra mojada, le volvio a ensuciar todos los pensamientos. No encontraba nada irrevocable en lo que poder creer para no tener que seguir ejecutando sospechas en el viejo paredon de la indiferencia.
- ¡Ojala vague tu alma sin sosiego por el mundo hasta el final de los tiempos! De mi no tendras jamas ni sufragio ni perdones.

Se iba el sol, satisfecho, entre una albarrada de nubes plomizas.
El viento comenzaba a escupir letanias sobre la vida gastada del Peñafonte remoto, escondido, olvidado de Dios.
Se iban formando las letanias sobre el olor ancestral de los helechos. Las quejas de los hombres, los murmullos del bosque, los dolores del reuma, las insidias del cielo, el rebollar del arroyo, las chin-chirrinas de los niños debajo de la higuera o el ajetreo de duendes alborotando el maiz. Todo iba conformando las letanias de Peñafonte que los dioses salmodiaban eternamente, por los siglos de los siglos.
-Al cura Belarmino lo excomulgo su obispo durante el papado de Leon XIII (lumen in coelo). El cura Belarmino siguio viviendo en el pueblo, con Calamanda y todos sus hijos, pero no en la rectoral (que muy pronto ocuparon el cura Lubencio y su hermana Blandina), sino en una casa que le cedio don Porfirio, hombre de apreciable buena voluntad que, desde luego, no merecio un final tan tragico y novelesco. El cura Belarmino ya nunca mas volvio a ser el mismo desde que el papa Leon lo privo de los poderes sacerdotales y del cristiano alivio de los Santos Sacramentos. Don Porfirio, que en gloria este por su bondad, lo empleo en su hacienda y asi el cura Belarmino lo mismo sacaba el cucho que segaba la pacion o se ponia a rozar las sebes, todo ello, claro esta, embargado siempre por una pena que entristecia a todos los vecinos de Peñafonte. Dicen que siguio rezando su breviario y las gentes siguieron solicitando de él consejos y bendiciones. Maria Felicia lo encontro muerto en el confesionario de la Ermita, con la sotana puesta, la cara amarilla como la cera y un mechon de pelo de Calamanda entre los dedos (se conoce que quiso confesarse a si mismo llevando consigo el simbolo de su pecado). Fue el dia de las santas Nunila y Alodia (bellas rosas florecidas entre abrojos). Al cura Belarmino lo signo el cura Lubencio con los Santos Oleos y lo sepulto en terreno santo, lo cual fue muy de agradecer. Calamanda se pudre de soledad en algun lugar de la tierra. Sus hijos marineros o estraperlistas y sus hijas domesticas o camareras. El cura Belarmino tuvo siempre muy buen corazon y estuvo toda su vida cerca de Dios.

Se detuvo el viento y el dia se torno imperfecto, tan imperfecto como la vida misma, sin sol, sin lluvia, sin tan siquiera aire para remover el tedio. Un dia mal construido y a la deriva, como los recuerdos de Juan Damasceno, como la pena de la viuda Dulce, como los pensamientos del tonto Alarico, como el pasado de Amelia Chanzaina, como los sofocos de amor de Mauricia Costales o como cualquiera de las arcaicas leyendas de Peñafonte.

-Dios tiene escritas, en las palmas de sus manos, las vidas de todos nosotros. Las manos de Dios deben de ser algo asi como ese cielo desmedido que se ve desde la Peña del Cuervo en los dias despejados. Unas veces Dios escribe con la derecha y otras con la izquierda, mas que nada, para que la dicha y el dolor esten algo repartidos. El Señor Dios de los cielos tiene muchos menesteres y por eso, a veces, sin mala intencion, se le olvida lo que escribe de un dia para otro, y asi la vida de algunos anda siempre gobernada por su mano izquierda. Pero eso no tiene mayor importancia, pues como decia el ovispo Montagut (¿te acuerdas de el?): Vosotros que no teniendo nada abajo mas herencia que la pobreza y el trabajo, las penas y el sufrimiento, envidiais con frecuenci la suerte de aquellos que nadan en la abundancia y pasan sus dias en el seno de los placeres, vosotros vereis a Dios y alla arriba no habra fatiga ni sufrimientos y sereis infinitamente mas felices que ellos. No malgasteis, pues, el tiempo en intentar salir de la indigencia o en eximiros de vuestros males y emplead todos vuestros cuidados en haceros dignos de la felicidad eterna.

El musgo rizado iba creciendo entre las piedras de los tapiales, sobre los pegollos de los horreos y bajo las pizarras de las techumbres sin que nadie se diera cuenta.
Los alientos se perdian en vano por los huecos de las chimeneas. Con ellos iba el vapor de la grasa quemada.
Los zorzales, los gorriones y hasta los cuervos endrinos ocultaban su cabeza entre las alas y se entregaban a un sueño desproporcionado.
Los grillos anunciaban una vez mas, la llegada de la lluvia y continuaba cayendo, sobre la tarde aceitosa, la letania de los vivos y de los muertos, de las flores y del bosque adormecido, de las cigarras y de los perros (que ladraban al unisono y sin ninguna voluntad).

-Al madreñero Fidel Odalisco, el padre de Julia Odalisca, lo sorprendio la tormenta a la altura de la vieja mina de la Esquilera y en ella se refugio, pero un rayo le hizo justicia y la tierra se le vino encima sin que le diera tiempo ni a cerrar los ojos; el que se habia pasado el tiempo haciendo madreñas de aliso y gaxapos de abedul para evitar el peligro de trabajar en las minas.
-Al padre de Efren Alonso y marido de Humbertina, don Porfirio, se lo comieron los lobos en el Puerto de San Isidro. Los lobos tambien se comieron su caballo moro y el reloj de bolsillo con baño de oro, que las alimañas no entienden de recuerdos ni abolengos.
-Aldegunda Panizal, la criada de don Porfirio, hacia muy bien los suspiros y las rosquillas de anis. Aldegunda Panizal, que se lavaba sus partes mas sudorosas con agua de lluvia para evitar escozores molestos, tuvo un final impropio para una criatura temerosa de Dios. Un estomago endemoniado con la furia de mil diablos la sorprendio limpiando los animales y sobre la parva de cucho reciente se revolco como una posesa hasta que la rindio la quietud de la muerte. Unos dicen que Aldegunda no cumplio una promesa que le habia hecho a la Estantigua la noche antes. Otros que le sento mal el anis de las rosquillas. Fue el suyo un cadaver bien abonado sobre el que crecieron siempre hermosos gamones de flores nevadas, cuyos tallos, cocidos, usaba Maria Perpetua para curarle los granos a su hijo Ceferino.

Parecia estar detenida la tarde, reposando bajo la vieja higuera, cargada de raitanes.
Signos de azufre (o de miel) quizas estuvieran viajando por encima de las nubes, congestionadas, apretadas, ensoberbecidas.

-Hay gentes que padecen finales que no son propios ni siquiera de la mano izquierda de Dios.

La tierra presentia la lluvia y se iba humedeciendo como hembra en celo.
Las chovas de pico rojizo trenzaban sus vuelos lentos a ras del arroyo, las pegas cruzaban el cielo en direccion a las cumbres, el ferre peñeraba en el aire y las gallinas se subian a las murias de los huertos.

-Hubo un tiempo, alla por su fundacion a cargo de los intrepidos buscadores de oro, en que en Peñafonte no habia cementerio, porque no habia muertos para enterrar. Los hombres, las mujeres y los niños partian con sus herramientas, al amanecer, desde sus cabañas hasta las minas de oro (dicen que detras de la Peña Grande), y alli trabajaban hasta el atardecer. La mayoria de los dias llegaban empapados de lluvia y sin nada de valor, pero eran felices, seguro que eran felices. ¿Sabes por que?. Porque no tenian muertos para enterrar. Luego las familias fueron creciendo, la gente envejeciendo y las minas se fueron haciendo mas profundas y peligrosas. Empezaron a multiplicarse los muertos y hubo que construir un cementerio. Desde entonces a Peñafonte llego la tristeza, el desencanto y el tedio. No es bueno vivir tan cerca del cementerio. Sin embargo, en estos pueblos humedos, siempre tenemos en las mismas narices las tumbas de nuestros muertos. Esto provoca primero respeto y miedo, despues una absoluta indiferencia que te hace entrar en la infatigable noria del desden (letania que conforma la existencia).
-Bueno, la tuya es una explicacion como otra cualquiera.

Clara Luz Fernandez Moro parecia triste y decaida, aunque conservaba cierta frescura en los perfiles del rostro. La fiebre no abandonaba su cuerpo, ya muy fragil, y la tos arreciaba cada noche con mas fuerza.

-A veces me acompañaba Digna Emerita, cuando llevaba las vacas a pastar a los prados de Los Pontones. Nos sentabamos juntas sobre la hierba a imaginar cosas tristes y llorabamos con gran sentimiento para derramar muchas lagrimas que nos lamiamos mutuamente en el angulo de los ojos, que es donde dicen que mejor se aprecia el sabor del mar.

En cuanto salgas de esto te voy a llevar a ver el mar.
- ¿En el tren?
-Si, claro, en el tren.
Tras los ojos de Clara Luz se adormecia una mirada de desconcierto. Toda su fragil figura provocaba en Juan Damasceno fatigosos remordimientos. Clara observaba el pesar de su esposo y le suplicaba, una y otra vez, que abandonara su inquietud pues no tenia ningun objeto.
-Cuando llegue el buen tiempo iremos juntos a la Campa de la Parra a buscar arandanos y a coger mimosas.
-Si, Clara, por supuesto que iremos.
Juan hundio sus manos musculosas en el cabello de Clara. Ella recibio la caricia como recibe la tierra encharcada los rayos de sol despues de una noche de lluvia.
A Juan Damasceno Carralon Antayo, cuando acariciaba los perfiles blanquecinos de Clara Luz, le entraba la rescoldera en el alma (que hay hombres que han nacido para andar siempre en el desconcierto y ya sabemos que a este, cuando nacio, no le toco en suerte ninguna estrella, pues en los orfanatos, como en las noches turbias y sibilinas, no hay estrtellas, solo castañetear de dientes, escarcha en los cristales y una monja cillerera que se afeita y que, en su infiita bondad, les limpia la baba, de vez en cuando, a los famelicos niños de color azul).
Juan sonreia e intentaba mostrarse alegre, pero en su interior sentia un gelido sentimiento de compasion que poco a poco le iba entumeciendo el alma.
Praxedes Moro se ocupaba de las tareas de la casa con la ayuda de la anciana Angustias.
Praxedes Moro se movia ligera, autoritaria, con ese aire inconfundible de la mujerm inquebrantable. Desde que Rufo partia hacia la mina, al despuntar el alba, comenzaba su infatigable adtividad (en su casa, en la casa de su hija y en las cuadras) y no cesaba hasta la noche.
Praxedes iba soltando su olor a asperilla y a hierba de San Benito por baules, artesas y rincones. Tras su paso iba quedando una estela de limpieza que reconfortaba el animo. Pero aquellos dias andaban los animos demasiado acobardados por la enfermedad de Clara y ni siquiera el aroma de Praxedes conseguia enderezarlos.
Mientras Juan y Clara, en el piso de arriba, se empeñaban en desvelar el secreto de efimero intercambiando señales etereas y engañosas, Praxedes Moro, en la planta baja, amasaba escanda con singular redaño.
Fue entonces cuando llegaron Tomas Chanzaina y su hija Amelia.

Tomas parecia un hombre nuevo. Amelia le habia cortado el pelo, arreglado la barba y sustituido los faragüeyos por camisas nuevas. Habia incluso algo de risueño en su nuevo empaque.
Amelia llevaba el pelo corto y unos pendientes de azabache con colgaduras de oro que su padre habia recuperado para ella de la arqueta de cerezo con herrajes de cobre y bordes laqueados donde dormian, entre hojas secas de asquerilla y polvo, todos los enseres y recuerdos de la difunta Emelinda.
Amelia tenia un rostro nacarado y ojos grandes y tristes con ligeros pliegues en los bordes externos. Sus cejas pobladas acentuaban la seriedad de su rostro. La nariz era pequeña y de aletas anchas.
Amelia Chanzaina no pudo evitar las lagrimas al entrar en la habitacion de Clara. Un tropel de recuerdos, que creia ya olvidados, fueron agolpandose en su cabeza y sintio muy cerca la impaciencia del fuego y, a la vez, el aroma de los sueños.
- ¡Hola, Juan!
- ¡Hola, Amelia!
Los dos recordaban la tarde en que jugaban a zurriagame la melunga con los mellizos, con Felicitas Varela y con Giselina del Pino (que era debil y fria comom el fugaz silbido de la brisa y como un silbido se fue una noche de Santa Cecilia).
- ¿Te acuerdas de Giselina?
- ¡Claro que me acuerdo!
Amelia estaba de madre cuando llego el cura Lubencio con Juan Damasceno de la mano y les pidio a todos que jugaran con el despues de explicarles que venia del Hospicio y que desde aquel mismo dia seria el hijo de Ursula y un guaje mas de Peñafonte.
-Habia mucha nieve aque dia.
A Juan le explicaron el juego y se agarro a un extremo de la cuerda. Amelia sujetaba el otro extremo. De La Habana viene un barco cargado de za... Amelia sonrio maliciosamente al decir aquellas palabras. Juan dudo un momento. Zarandajas. La palabra de Juan (primera que pronuncio sobre el suelo de Peñafonte) dejo a todos perplejos. Juan habia acertado la palabra pero nadie se movio porque Amelia, tal era su asombro, no pronuncio las palabras de rigor. ¿Como lo sabes?. Juan sonrio. Porque lo llevas escrito en la frente. Ella se llevo la mano a la frente como queriendo agarrar la palabra. Luego con todas sus fuerzas grito la formula. Zurriagame la melunga.
-Dime la verdad, ¿como lo adivinaste?
-Lo llevabas escrito en la frente.
Todos rieron. Hasta la abuela Angustias que andaba dormitando por algun rincon.

- ¿Y ahora? ¿Llevo algo escrito en la frente?
Aquella pregunta a Juan le sonaba a desafio. Se fue hacia la ventana. Estaba empezando a llover. El tonto Alarico corria, apurado, detras de una vaca, camino de la fuente. Comenzaba a revivir el rojo-y-negro de los tejados. Brillaba al fondo el maiz. Penso que las palabras deberian ser libres y ligeras y no zambullirse para siempre en el tremedal de la memoria. Se volvio.
- ¡Venga, dime que lees en mi frente!
-No se, tal vez desencanto.
A Amelia le reventaron de golpe los viejos rescoldos del alma y estallo en sollozos. Todo un manantial de sinsabores e impotencias le fue vaciando los adentros.
El llanto imprevisto de Amelia paralizo todos los gestos. Clara sintio que otra vez la andaban rondando las imagenes del delirio. Le estaba subiendo la fiebre. Tambien Juan sintio ganas de llorar, aunque no sabia muy bien el motivo. Praxedes penso que Amelia no habia podido contener la emocion. Angustias, acurrucada en una esquina del cuarto, presintio que algo greve se ocultaba bajo aquellas lagrimas con olor a cera. Tomas se apresuro a abrazar a su hija en un intento de aplacar su llanto y evitar confesiones inoportunas.
-Perdoname, Clara. No pude contenerme. Son demasiados recuerdos. Mañana volvere a verte y te contare un monton de cosas.
Clara Luz apenas oia ya las palabras de Amelia. Lamia los angulos de los ojos de Digna Emerita cuando un torrente de agua salada la tumbo sobre la hierba que ya no era hierba sino mar inmenso con cabezas de vacas flotando a la deriva. Ella navegaba sobre el mar, apartando los nabos del diablo que colgaban del cielo, en su cama de niquel que parecia hundirse sin remision.
-Juan, tengo sed. Quiero que venga Digna Emerita.

-Mauricia, te amo. Soy un esclavo encadenado al ritmo melodioso de tus caderas, a la radiante armonia de tu mirada y a tu acrisolada voz de rocio que inspira, cada noche, las quejumbrosas notas de un violin.
-No digas tonterias, Jacobo, y anda para fuera que aun es pronto para empezar a despachar aguardiente.
-No es aguardiente lo que yo te pido, y tu lo sabes, posadera, sino amor, ese amor que arde en tus ojos y consume hasta el jugo de las flores.
-Pues no quiero que vuelvas por aqui si no es para pedir aguardiente, que el amor ya lo tengo entregado. Tu sabes, Jacobo, porque lo habras estudiado en los libros, que en el amor no manda la voluntad sino el azar, y tu nombre no estaba escrito en ninguna cara del dado.
Mauricia Costales, desde la magica noche anterior, ya no se sentia como la viuda de Orestes Tablon, sino como una joven enamorada, con los anhelos del alma recien puestos.
En las ultimas horas, la posadera Mauricia, habia conocido las dos caras magicas del amor, disfrutando de la pasion salvaje del hombre tantas noches deseado y descubriendo la misteriosa sensualidad de los dioses en las caricias espontaneas de su amiga Dulce (que muchos dias habian transcurrido, en su vida, de fatiga y hastio, de preocupaciones esteriles, de deberes implacables revoloteando a su alrededor como un enjambre enojado, de enfermos desalientos, y hora era ya de que llegara uno de esos dias que no cuentan en la tediosa letania del tiempo, un dia completamente lleno donde cada instante se absorbe como si fuera eterno).
Pero fue la beata Maria Felicia, la tia de Orestes, quien puso a Mauricia, otra vez, sobre la fria losa de granito del cementerio, con su voz lacerada y molesta, como el graznido de azufre de los cuervos endrinos.
-Te habran traido velos los arrieros.
-Si, tia.
-Me vas a dar dos, que tengo a San Egido y a Menedora sin luz propia, a expensas del resplandor que les sobra a los demas santos.
-Pues entre que se las de, que no esta bien que tenga usted a los santos a oscuras, aunque tambien se pueden hacer candelas de aceite.
- ¡Ay, hija mia!, hay santos de vela y santos de candela.
-Usted sabra.

-He visto muy buenas rosas en el huerto, contra la pared trasera de la caballeriza. Has de llevarle algunas a Orestes, cuando escampe, y de paso limpias un poco aquello, que las hierbas ya estan tapando la losa.
Seguia lloviendo sobre el farrago de los vivos y sobre el sosiego de los muertos. El monte se llenaba de argayos y el pueblo de barro. (El barro es como la costra del desden que llena la tarde).
La beata Maria Felicia, que llevaba en su bocio insolente la señal inequivoca del respeto a los muertos, nunca le habia recordado a Mauricia la promesa que habia hecho de no volver a casarse, pero la posadera sabia que la vieja lo haria en cuanto fuese necesario.
Mauricia la contemplaba alejandose, acurrucada bajo la lluvia. Le parecio ver en la debilidad de aquella octogenaria un reflejo de la endeblez de su promesa.
-Me parece, Orestes, que voy a tener que enterrar la promesa con el cucho de las mulas.

Al llegar la noche el cielo se fue abriendo a pedazos. Ya andaba la luna pintando las arnicas de amarillo brillante y las violetas de azul celeste cuando Juan Damasceno golpeo con la aldaba ferrugienta el grueso porton del patio de la viuda Dulce Nombre de Maria.

Vas como un sonambulo huyendo de las fiebres, cargando en tus hombros con el lenguaje errante del deseo. Estas herido y no quieres saber que estas herido. Creias que la luna estaba muerta y ahi la tienes, asomando entre las sombras, como una recien nacida. Y es que los años tambien fueron cambiando el paisaje de tus ojos. Vas como un demente, aturdido, buscando una monja cillerera que te recoja la baba. Te sientes a ti mismo como si fueras tu propia pesadilla.

Juan empujo el porton. No estaba echada la tranca. Al fondo, en el zaguan, bajo la luz asperjada del candil, la figura de Dulce Nombre se le antojo una encarnacion de la noche, como si la luna y el tilo hubieran recompuesto todas las sombras para formar, con ayuda de viento y candil, aquella figura hechizada, de ojos brillantes, casi petrificada, que parecia respirar todo el sosiego del mundo.

-Pareces estar puesta por el cielo para indicar el camino a los extraviados.
-Por aqui no pasa nadie. Solo algun loco como tu que confunde el camino. ¿Que quieres?
- No lo se.
Dulce Nombre lo miro fijamente a los ojos, como dejando en ellos prendido algun ancestral mensaje, y entro en casa.
El follaje de los helechos que rondaba las tapias murmuro algo y los sapos enmudecieron.
Juan recordo los dias en que Ursula le obligaba a beber, en ayunas, aquel brebaje infernal de leche de burra, trebol de agua, hollin, ajo y diente de leon, tanto cuando tenia lombrices como cuando se le iba el apetito. Lo mismo que entonces, cerro los ojos, aguanto la respiracion y trago saliva. Luego, siguio los pasos de Dulce Nombre.
Los sapos volvieron a cantar, los grillos machos sacudieron sus alas y el patio se lleno nuevamente de ruidos.
Mientras, seguia creciendo la hierba.
Sobre la chimenea colgaba un retrato de la madre de Lazaro Alonso, Deogracias, con toda su amplitud desparramada sobre un sillon de minbre. Mujer de ojos grandes y enteleridos, labios afilados, de semblate asustadizo (no sabemos si por su espiritu pusilanime o por el fogonazo del magnesio, que siempre impresiona la primera vez).
-Esa señora de blanco tiene la mirada de tinta china.
-Se hizo el retrato cuando llego el marques de Comillas con su cortejo a firmar los contratos de los prados de Roncellanos.
Dulce Nombre de Maria corrio las cortinas de todas las ventanas de la sala. Lo hacia todas las noches. Afuera, la luna color de enjeba desgarraba sombras sobre el humedo follaje.
Juan Damasceno apoyo su cabeza en el viejo sillon de cretona (estampado de arpias y basiliscos) y sintio en su interior, como un carcinoma insanable, el rebullir amargo de la soledad.
- ¿Me quieres decir a que has venido?
-No lo se.

Dulce Nombre se arrodillo ante el y le cogio las manos. Estaban frias y asperas y las acaricio con profunda delicadeza. Juan trato de besarla, pero ella se incorporo para evitar el contacto.
-No eres justo, Juan.
-Me encuentro solo.
- ¡Que sabras tu de soledad!
-Siempre estuve solo en medio de la gente.
Dulce Nombre busco referencias para sostener su amor y encontro cientos de ellas, pero todas demasiado etereas, animicas, casi magicas, ninguna que pudiera aclarar su indecision. Por un momento penso en confesarle todo a Juan, gritarle que ella podria tener la solucion a tanta soledad, en sus entrañas, creciendo despacio (como crecen los resalvos, elegidos entre un millon, sobre la ojarasca del bosque). Pero amaba demasiado a aquel hombre para someterlo a un nuevo desconcierto.
-Yo tambien me siento sola.
-Mi soledad es una forma de vida. Nunca pude quitarmela de encima, desde que llegue a este pueblo montado en el caballo del cura Lubencio. La sentia crecer a mi lado en las noches de insomnio provocadas por la presencia de una madre durmiendo con los ojos abiertos. La sentia en la escuela, cuando el maestro Conrado hablaba del misterioso origen de la vida. Y en las tardes lluviosas, en la Rectoral, aprendieno (como dice Felicia) el inutil idioma de los angeles, incomitatus. El latin solo me ha servido para inflar de suntuosidad los dialogos conmigo mismo. Tambien en la guerra africana, disparando sin saber el porque ni contra quien, en aquellas tierras del otro mundo, baldias y ardientes. Si hay infierno debe de andar por aquellos lugares. Muerdo cada dia mi soledad atrapado en el polvo de la rampa y, estos dias, delante de la cama de Clara, escuchando su tos farraqgosa que me retuerce la voluntad.
-Parece que te lo hayas aprendido de memoria para venir a soltarmelo aqui.
-Claro que me lo se de memoria. Si, quiza haya venido a eso.
- ¿A que?
-A contarte lo solo que estoy.

A la viuda Dulce Nombre de Maria le estaba latiendo el corazon con mucha celeridad y con no demasiada misericordia haciendola olvidar el desatino de ciertas intenciones.
-Perdoname Dulce, por pensar solo en mi.
-Hace un momento yo pensaba en ti, sentada en la mecedora de mimbre. Quiza mi alma, si ha de penar algun dia, lo haga sobre esa mecedora de mimbre.
Ella tambien estaba sola, pero comprendia que su soledad no era la misma que la de Juan. Ella poseia mas capacidad para disfrutar al maximo cada momento y saborearlo despues, bajo el tilo, en las horas vacias. Recordo las caricias de Maura, la explosion de ternura de sus cuerpos ardientes, el delicado placer del misterio desvelado, y sintio cierta culpa cosquilleandole el cuerpo. Entonces añadio a su amor por Juan un nuevo sentimiento, el de la compasion, y como tanto el amor como la piedad provocan ternura, la hermosa Dulce Nombre, agobiada por el alboroto de un corazon desbocado, desparramo, sin ninguna consideracion, un copioso manantial de ternura sobre la angustiosa soledad de Juan Damasceno.
Juan se dejo acariciar y besar como un niño herido.
Ninguno de los dos habia sabido burlar las comandulas de la vida y, en su relacion, siempre extraña, solo se habian comprometido con la posesion de cada instante (perdido uno en la busqueda de verdades supuestamente mas consistentes e indefensa la otra ante la certidumbre del amor efimero). A Juan le habian asediado los remordimientos y a Dulce la desesperanza. Son destinos que se cruzan y no aciertan a sostener su mutua falta de consistencia.
-No debemos empezar de nuevo. No podria soportarlo.
-No, claro que no.

Se besaron con melancolia, degustando la dicha de estar cerca, evitando el suspiro, mezclando en la humedad de los labios lo real y lo imposible. Las leyes de este mundo se resquebrajaban, una y otra vez, sin ningun efecto aparente, lo mismo se parte la roca mas dura que se desgarra el corazon mas potente, ayer sesteaba en el patio el balanceo de lo imposible y hoy se intercambia el calor real de los cuerpos, y mañana seguira lloviendo sobre la tierra sin que se sepa muy bien el porque, quiza para llenar vacios, quiza para borrar recuerdos, quiza, simplemente, porque la tierra lo necesita para seguir muriendo.
-Tienes otra vez encendida la candela del santo.
Era el momento de decirle que estaba embarazada, que llevaba un hijo suyo en las entrañas. Pero no fue capaz de hacerlo. Se incorporo y se fue hacia la puerta.
-Debes irte, Juan.
El tardo mucho en reaccionar.
-Si, debo irme.
Seguia en el patio el alboroto de sapos y grillos. Estaba luminosa la noche y sonaba, a lo lejos, el quejido del violin de Juan Jacobo Varela Caparina.
El viento habia apagado el candil del zaguan.
- ¿Como esta Clara?
-Peor.
-Mañana ire a verla.
Como quieras.

Juan Damasceno se dirigio hacia la posada de Maura. Alli bebio aguardiente con Adrian Odalisco hasta que la bruma del alcohol comenzo a desvanecer sus palabras.
Cuando salio del calido sopor del chigre agradecio el fresco de la noche sobre sus ojos aborrachados.
Llego hasta la fuente palpando los muros de hiedra y alli se sento, sobre el borde del pilon.
Su casa flotaba alli mismo, detras del nogal, como un barco extraño sobre el mar de las dudas. Una luciernaga brillaba a sus pies. La aplasto y, al instante, se arrepintio de haberlo hecho. Le estallaba la cabeza. Solo el murmullo del agua turbaba el silencio del cielo, salpicado de estrellas. Otra vez las voces anonimas vertian sus palabras hechizadas sobre el doloroso porfiar de las culpas. Juan entrego su cabeza al fluir de las fuentes. Se cerraron entonces podos los ojos, se sellaron todos los labios y todos los oidos se atollaron. Quedo una sensacion aguda de frio que parecia invalidar la existencia.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
-Escucha, hombre melancolico, no malgastes tu tiempo en mendigar explicaciones para tus desconciertos. La Tierra se mueve a gran velocidad y es normal que los hombres andeis por ella siempre trastabillantes. A los arboles se les caen las hojas y a vosotros se os desperdigan los pensamientos.
-No intentes, hombre de mirada inmovil, recomponer tus recuerdos, pues estan demasiado adulterados por la angustia, retorcidos en una historia incompleta, inacabados como los sueños.
-No te empeñes en ver ni ... (ver texto completo)