POLA DE LENA: LA LEYENDA DE LA VIRGEN DE LA FLOR...

LA LEYENDA DE LA VIRGEN DE LA FLOR

En el valle de Palaciós la naturaleza ha prodigado sus galas. La floreciente tierra sobre base, en gran parte, de granito. Los montes llenos de verdor. Los árboles donde ensamblan con perfección los robles, castaños, hayas y avellanares, formando en conjunto, una tupida enredadera. Los riachuelos que surcan sus campos, llenándolos de la voz sonora del agua. Los vientos que lo recorren, invadiendo los rincones de la magia de los susurros.

Por la primavera, esa dichosa estación que deviene cada año, haciendo desperezar al pueblo del largo invierno, los árboles rompen en brotes y hojas verdes.

Los ríos, hinchados de agua por el deshielo, entonan sinfonías. Todo es propicio para vivir inmerso en el mundo de la leyenda. Es fácil caer prendido en sortilegio de las viejas historias contadas a la lumbre del “llar”. En este lugar habita, hace muchos años, una viuda, con su hija llamada Flor, doncella llena de sencillez, campestre y religiosidad. Era de hermosura delicada y plena de recato y bondad. Era un pequeño símbolo que emergía lleno de luz en el valle.

Todos los mozos pretendían su amor, pero ella los rechazaba con pudor virginal. Sus alegrías se cifraban en cuidar las flores y los árboles que veía crecer a su alrededor.

Llegó en aquel tiempo a la aldea un hombre, que en su niñez había partido a tierras lejanas. Vino lleno de dijes de cristal y sutiles cadenas de oro, que prestaban singular realce a su exótica persona.

Sentábase en un apoyo que, debajo de un castaño, estaba en el centro del pueblo, y allí embelesaba a todos, contando rarísimas historias llenas del erotismo del trópico. Era un poco músico y tocaba la guitarra a “lo rasgado”, de tal forma que la gente impresionable decía que la hacia hablar. Finalmente vino como todos, a enamorarse de Flor, y por ello, a solicitarla una y otra vez de amores. Y también a sentir, ante la negativa, el escozor.

Sin embargo no era hombre que cejara fácilmente en sus propósitos, y el despecho engendró en su pecho el deseo de raptarla y partir con ella a lejanas tierras. Su plan fue madurado con el tiempo y encontró ocasión de satisfacer su ruin deseo, cierto atardecer, cuando las sombras de la cercana noche prestan el antifaz de la negrura. Pese a las protestas airadas de la moza, atóla a su caballo y caminó raudo en busca de la espesura del bosque.

Pero algo fallo… La naturaleza se sublevó ante aquel hecho innoble. De la apacibilidad del céfiro, se paso con rapidez inaudita a la incontrastable furia del aquilón. De la limpia atmósfera surgió la nube negra y torba, que se abrió en cataratas de agua e hizo estallar en rayos coléricos la furia de los elementos. Algunos llegaron a decir que dentro del fragor de la tempestad parecía oírse una voz tonante que decía: “ ¡Aguarda cobarde!… ¡No escaparas de mi venganza!”.

Toda la noche duro la espantosa tormenta; pese a ella, todos los lugareños anduvieron buscando a Flor. La encontraron muerta, cuando amanecía. A la luz del alba. A esa hora en que el día viene a nosotros blanco y desnudo como la primera flor.

La hallaron pura y virginal, como siempre la habían conocido. Era la primera flor que aromatizaba aquella primavera. Mas allá, entre la espesura, carbonizados por un rayo, yacía el raptor y el pobre caballo, instrumento inocente de la felonía proyectada. Dicen que donde apareció muerta Flor, es el lugar donde hoy se alza la capilla de la Virgen de La Flor.

Eso me contó un anciano de voz temblona, llena de las dulces cadencias de la tierra, una tarde de apacible otoño, cuando el aire caliente, preludio de la caída de las hojas ya amarillas, nos envolvía con su hálito. Toda la narración revestía una singular sencillez y grandeza trágica. Surgía desde dentro del blanco celaje de nuestra neblina. De esa bruma que nos envuelve y de donde mana con facilidad, en liga continua, lo místico con lo real. Por ello no resistí al deseo de contarla.

Juan de Oviedo

(Articulo publicado en la revista “LENA” en 1.964)

Hay una obra musical a cuatro voces del compositor lenense, José Carlos Álvarez, titulada, EN LA FLOR, y dice así:

Subiendo La Cobertoria, y pasando Palaciós,
a la orilla del Naredo, ye la Virgen de La Flor,
tien una hermosa fiesta, con misa y con procesión,
la gente baila contenta, con la gaita y el tambor.

En la procesión la vi,
la moza que quiero yo,
y por eso madre mía,
yo te canto esta canción.

Santa María, Mater Dei,
ora pronobis pecatoribus,
nunc et in hora, nunc et in hora,
mortis nostre. Amén

De vuelta ya pa La Pola, después de puyar el pan,
y de bailar a lo suelto, en Molín hay que parar,
a tomar un poco sidra, y pegar un cantarín,
no hay fiesta de La Flor, sin parar en el Molín.

En el baile yo la vi,
la moza que adoro yo,
y por eso yo le canto,
a la Virgen de La Flor.

Santa María, Mater dei,
ora pronobis, pecatoribus,
nunc et in hora
mortis nostre. Amén.

A la Virgen de La Flor, famosa en el mundo entero,
yo le canto esta canción, con cariño y con salero,
adiós Virgen de La Flor, me marcho con mucha pena,
porque dejo yo a mi amor, en el concejo de Lena.
Adiós, adiós, adiós.

Pola de Lena, 12 de Mayo de 2.000

José Carlos Álvarez Álvarez