El culo de Luis XIV y su influencia en la historia de la música (IV)
El día 18, a las ocho de la mañana, cuando entraron médicos y cirujanos (actuaba de testigo y posible ayuda otro más, afamadísimo él) en la cámara real, vieron que el rey "dormía profundamente, prueba evidente de la tranquilidad de su alma", anotó D'Aquin en sus papeles. Le despertaron, preguntó con naturalidad si estaba todo listo, se arrodilló a los pies de la cama, rezó en silencio y, elevando los ojos al cielo, murmuró: "Dios mío, me pongo en vuestras manos". Volvió a la cama, adoptó la postura idónea y dio orden a Félix de que empezara la operación. "El rey no gritó y dijo solamente ¡Dios mío! cuando se le hizo la primera incisión" (no, esto no quiere decir que Luis XIV fuera necesariamente un ejemplo de valentía y aguante; lo necesario era recoger y transmitir esa imagen). Y luego "le dijo a Félix que no ahorrara ni un corte, que le tratara como al más ínfimo particular de su reino".
Félix siguió actuando, incisión aquí, corte allá, envuelto en un sudor frío. Una sangría en un brazo dio por acabada la operación (gloriosas prácticas quirúrgicas las de entonces: para recuperarse de una operación, nada mejor que debilitar el cuerpo con una nueva y copiosa efusión de sangre). Y el rey pudo reanudar su vida ordinaria con relativa normalidad. La ceremonia de levantarse de aquel día sólo se retrasó una hora y aquella misma tarde, después de comer, asistió a un consejo.
[Otro inciso. Habrán leído, quizá, que fue tanta la tensión a que estuvo sometido Charles Félix, el cirujano real, durante la operación, que desde entonces le quedó un incurable temblor en la mano. No hagan caso: sólo fue en su vejez cuando se vio afectado por una enfermedad nerviosa que le produjo dicho temblor; pero la leyenda que les he dicho era más bonita y fue lo que se contó después].
El día 18, a las ocho de la mañana, cuando entraron médicos y cirujanos (actuaba de testigo y posible ayuda otro más, afamadísimo él) en la cámara real, vieron que el rey "dormía profundamente, prueba evidente de la tranquilidad de su alma", anotó D'Aquin en sus papeles. Le despertaron, preguntó con naturalidad si estaba todo listo, se arrodilló a los pies de la cama, rezó en silencio y, elevando los ojos al cielo, murmuró: "Dios mío, me pongo en vuestras manos". Volvió a la cama, adoptó la postura idónea y dio orden a Félix de que empezara la operación. "El rey no gritó y dijo solamente ¡Dios mío! cuando se le hizo la primera incisión" (no, esto no quiere decir que Luis XIV fuera necesariamente un ejemplo de valentía y aguante; lo necesario era recoger y transmitir esa imagen). Y luego "le dijo a Félix que no ahorrara ni un corte, que le tratara como al más ínfimo particular de su reino".
Félix siguió actuando, incisión aquí, corte allá, envuelto en un sudor frío. Una sangría en un brazo dio por acabada la operación (gloriosas prácticas quirúrgicas las de entonces: para recuperarse de una operación, nada mejor que debilitar el cuerpo con una nueva y copiosa efusión de sangre). Y el rey pudo reanudar su vida ordinaria con relativa normalidad. La ceremonia de levantarse de aquel día sólo se retrasó una hora y aquella misma tarde, después de comer, asistió a un consejo.
[Otro inciso. Habrán leído, quizá, que fue tanta la tensión a que estuvo sometido Charles Félix, el cirujano real, durante la operación, que desde entonces le quedó un incurable temblor en la mano. No hagan caso: sólo fue en su vejez cuando se vio afectado por una enfermedad nerviosa que le produjo dicho temblor; pero la leyenda que les he dicho era más bonita y fue lo que se contó después].