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FREILA: ¿Quién sería esa pequeña belleza misteriosa -dijo la...

LA CENICIENTA

Por

Charles Perrault

Había una vez un hombre muy rico que perdió a su esposa y quedó solo en el mundo con su pequeña hija. Por más que se sintieran muy tristes y solitarios, los dos vivieron reponiéndose de la dolorosa pérdida. Pero al realizar un un viaje a otra comarca, el hombre conoció a una mujer y se casó de nuevo, y desde entonces las cosas cambiaron para la niña.

La nueva esposa trajo consigo a sus dos hijas que eran tan orgullosas como poco agraciadas. En cuanto vieron que la belleza de la pequeña las opacaba, se disgustaron mucho, y decidieron deshacerse de ella.

- « ¿Por qué vamos a permitir que la muy tonta se siente en la sala con nosotras?·» - se dijeron-. « ¡Que se gane la vida trabajando! No sirve más que para la cocina. Pues ¡que cocine!»

Le quitaron sus bonitas ropas y la vistieron con unos pobres harapos y unos zapatos rotos. La obligaron a vivir en la cocina, y la hicieronon trabajar duramente. Tenía que levantarse con el alba, encender el fuego, traer agua, cocinar la comida y lavar la ropa. ¡Y eso no era todo! Por la noche, después de un largo día de trabajo, la pobre criatura ni siquiera tenía una cama donde dormir. Para abrigarse del frío se acostaba en el hogar entre las cenizas y los rescoldos, y, por esta razón, comenzaron a llamarle Cenicienta.

Cierto día en que el padre se preparaba para ir a la feria, preguntó a las dos mayores qué deseaban que les trajese.

- Lindos vestidos- respondió una de ellas.

- Joyas- dijo la otra.

- ¿Y a ti, Cenicienta?- preguntó luego -. ¿Qué te gustaría?

- Tráeme, papá -contestó ella-, un fresco y verde brote de avellano; el primer brote que te roce el sombrero en el camino de regreso.

Compró el hombre en la feria ricos vestidos y resplandecientes joyas para los dos mayores; y, de vuelta, mientras cabalgaba por un estrecho camino del bosque, un fresco brote de avellano se quebró al rozar con su sombrero, al que hizo caer.

- ¡Vaya, vaya, por poco me olvido! -dijo el padre mientras arrancaba la ramita-. ¡Si es lo que me pidió la pequeña Cenicienta!

Las dos mayores quedaron encantadas con sus lujosos regalos y muy pronto empezaron a pavonearse delante del espejo, acicalándose y adornándose como era propio de tan vanidosas criaturas. También a Cenicienta le gustó su modesto regalo, y fue a plantarlo en el jardín que había detrás de la casa. Todos los días se ocupaba del brote, así que creció y creció hasta convertirse en un pequeño árbol.

Cierto día llegó una paloma e hizo en el árbol su nido. Revoloteó entre las ramas, se posó en los pequeños tallos y arrulló suavemente. Cenicienta se encariñó con ella, pues era la única amiga que tenía. Le daba migajitas y semillas, y la paloma cantaba agradecida: « ¡cucurru-cú, cu-curru-cú!»

Y sucedió que, por orden del rey, una gran fiesta iba a celebrarse en el palacio real. Debía durar tres días y tres noches, y todas las muchachas del reino fueron invitadas para que el príncipe escogiese su novia entre ellas. ¡Qué conmoción había en todas las casas! Todas las jóvenes del país estaban impacientes y llenas de esperanza, pero las más inquietas eran las dos hermanastras de Cenicienta. Se habían propuesto deslumbrar al príncipe costase lo que costase, y desde varias semanas antes de la fiesta ya se ajetreaban corriendo de aquí para allá con sus preparativos.

LA CENICIENTA

Por

Charles Perrault

Había una vez un hombre muy rico que perdió a su esposa y quedó solo en el mundo con su pequeña hija. Por más que se sintieran muy tristes y solitarios, los dos vivieron reponiéndose de la dolorosa pérdida. Pero al realizar un un viaje a otra comarca, el hombre conoció a una mujer y se casó de nuevo, y desde entonces las cosas cambiaron para la niña.

La nueva esposa trajo consigo a sus dos hijas que eran tan orgullosas como poco agraciadas. En cuanto vieron que la belleza de la pequeña las opacaba, se disgustaron mucho, y decidieron deshacerse de ella.

- « ¿Por qué vamos a permitir que la muy tonta se siente en la sala con nosotras?·» - se dijeron-. « ¡Que se gane la vida trabajando! No sirve más que para la cocina. Pues ¡que cocine!»

Le quitaron sus bonitas ropas y la vistieron con unos pobres harapos y unos zapatos rotos. La obligaron a vivir en la cocina, y la hicieronon trabajar duramente. Tenía que levantarse con el alba, encender el fuego, traer agua, cocinar la comida y lavar la ropa. ¡Y eso no era todo! Por la noche, después de un largo día de trabajo, la pobre criatura ni siquiera tenía una cama donde dormir. Para abrigarse del frío se acostaba en el hogar entre las cenizas y los rescoldos, y, por esta razón, comenzaron a llamarle Cenicienta.

Cierto día en que el padre se preparaba para ir a la feria, preguntó a las dos mayores qué deseaban que les trajese.

- Lindos vestidos- respondió una de ellas.

- Joyas- dijo la otra.

- ¿Y a ti, Cenicienta?- preguntó luego -. ¿Qué te gustaría?

- Tráeme, papá -contestó ella-, un fresco y verde brote de avellano; el primer brote que te roce el sombrero en el camino de regreso.

Compró el hombre en la feria ricos vestidos y resplandecientes joyas para los dos mayores; y, de vuelta, mientras cabalgaba por un estrecho camino del bosque, un fresco brote de avellano se quebró al rozar con su sombrero, al que hizo caer.

- ¡Vaya, vaya, por poco me olvido! -dijo el padre mientras arrancaba la ramita-. ¡Si es lo que me pidió la pequeña Cenicienta!

Las dos mayores quedaron encantadas con sus lujosos regalos y muy pronto empezaron a pavonearse delante del espejo, acicalándose y adornándose como era propio de tan vanidosas criaturas. También a Cenicienta le gustó su modesto regalo, y fue a plantarlo en el jardín que había detrás de la casa. Todos los días se ocupaba del brote, así que creció y creció hasta convertirse en un pequeño árbol.

Cierto día llegó una paloma e hizo en el árbol su nido. Revoloteó entre las ramas, se posó en los pequeños tallos y arrulló suavemente. Cenicienta se encariñó con ella, pues era la única amiga que tenía. Le daba migajitas y semillas, y la paloma cantaba agradecida: « ¡cucurru-cú, cu-curru-cú!»

Y sucedió que, por orden del rey, una gran fiesta iba a celebrarse en el palacio real. Debía durar tres días y tres noches, y todas las muchachas del reino fueron invitadas para que el príncipe escogiese su novia entre ellas. ¡Qué conmoción había en todas las casas! Todas las jóvenes del país estaban impacientes y llenas de esperanza, pero las más inquietas eran las dos hermanastras de Cenicienta. Se habían propuesto deslumbrar al príncipe costase lo que costase, y desde varias semanas antes de la fiesta ya se ajetreaban corriendo de aquí para allá con sus preparativos.

Por fin llegó el primer día de fiesta y las dos hermanas empezaron a vestirse para el baile. Les tomó toda la tarde. Cuando terminaron, valía la pena verlas. De seda y satén eran sus vestidos. Los polisones les quedaron bien abombados, sus corpiños estaban cargados de filigranas; y mientras por sus sayas pululaban y revoloteaban los lazos y los volantes, era de ver cómo los faralaes les adornaban las mangas. Llevaban campanitas que tintineaban y anillos que resplandecían, ¡y rubíes, y perlas, y alita de pájaro! Se embadurnaron las pecas y se taparon las cicatrices con diminutas lunas y estrellas y corazones. Se empolvaron el pelo y se lo empingorotaron tan alto como pudieron con plumas y flechas enjoyadas. A última hora llamaron a Cenicienta para que les hiciera los bucles, les atara los lazos del corpiño y les limpiara los zapatos. Cuando la pobre muchachita se enteró de que iban a una fiesta en el palacio del rey, le resplandecieron los ojos y preguntó a su madrastra si no podría ir ella también.

- ¿, Tú? -chilló la mujer- ¿Toda llena de polvo y ceniza, y todavía quieres ir al baile? ¡Pero si no sabes bailar, y además no tienes vestidos!

Pero Cenicienta rogó y rogó, y por fin la madrastra, para salir de ella, le dijo:

- Bueno, mira lo que voy a hacer. Echaré una cazuela de lentejas en la ceniza, y si en dos horas puedes recoger las que estén buenas y ponerlas otra vez en la cazuela, te dejaré ir.

Cenicienta sabía muy bien que no podría hacerlo nunca por sí sola, pero también sabía una cosa que nadie más sabía; y es que su arbolito era un avellano mágico, y la palomita un hada. Así que fue a colocarse debajo de las ramas y dijo suavemente:

- ¡Palomita y consuelo, mi hada querida, con las aves del cielo ven enseguida!

A lo que contestó la paloma:

¡Cu-curru-cú! ¿Qué quieres tú?.

Y Cenicienta le dijo:

- ¡Lléname la cazuela, vuela que vuela!

Y allá se fue volando la paloma y con ella todos los pájaros del cielo. Arriba y abajo, se movían las cabecitas mientras recogían las lentejas. «Pic-pec, pic-pec, pic-pec!» hacían los pájaros, y en un instante estuvieron todos los granos buenos en la cazuela. Pronto echaron a volar y desaparecieron, mientras Cenicienta se apresuraba a llevar a su madrastra la cazuela llena de lentejas.

Aquello la irritó tanto, que dijo de muy mal humor:

- No puedes ir de ninguna manera. Ni tienes vestido, y, además, es imposible que bailes con esos pies tan toscos.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Cenicienta, y tanto le rogó, que por fin la madrastra le dijo:

- Muy bien. Te daré otra oportunidad. Esta vez tendrás que limpiar dos cazuelas de lentejas en una sola hora - y se marchó diciendo que aquello la mantendría entretenida hasta que ya ella y sus hijas estuviesen camino de la fiesta.

De nuevo fue Cenicienta a pararse debajo del avellano, y dijo suavemente:

- ¡Palomita y consuelo, mí hada querida, con las aves del cielo ven enseguida!

Y todo volvió a pasar lo mismo que antes. La palomita mágica y todos los pájaros del cielo vinieron volando y, en un santiamén, limpiaron las lentejas de cenizas y llenaron las dos cazuelas hasta los bordes.

Cenicienta las llevó a su madrastra y preguntó:

- ¿Puedo ir ahora?

Pero la madrastra se puso furiosa:

- ¡No seas tonta! -gritó-. No tienes vestido para ponerte. Además, no podrías bailar con esos zuecos que llevas. Nos avergonzarías a todas. Y con esto le volvió la espalda y se marchó corriendo al baile con sus dos orgullosas hijas.

Pero Cenicienta no se puso entonces a llorar y a lamentarse, como podría suponerse, sino que se convirtió en la muchacha más atareada que se haya visto nunca. Se lavó la cabeza hasta dejársela sin una sola ceniza, y luego se peinó el pelo de modo que le rodeaba la cara como una nube de oro. Luego se bañó, y se frotó y restregó hasta quedar radiantemente limpia. ¡Quién iba a imaginar nunca que no era más que una pobre cocinerita que dormía entre las cenizas y los rescoldos de la chimenea! En cuanto estuvo lista, fue a colocarse debajo de su avellano y, mirando hacia las frondosas ramas, dijo:

- ¡Arbolito querido, de tu ramaje llueva pronto un vestido todo de encaje!

Entre las ramas hubo como un rumor y un fulgor y al punto desaparecieron los harapos de Cenicienta y un rutilante vestido de encaje cayó sobre ella. En vez de sus zapatones de madera, dos diminutas zapatillas de oro cubrían sus pies. Una estrella de diamantes anidaba en su sedoso cabello y resplandecía con todos los colores del arco iris. Cenicienta se sentía alegre y feliz, y corrió entusiasmada a la fiesta. Cuando hizo su aparición en el palacio, estaba tan radiante y magnífica, que nadie la reconoció, ni siquiera la madrastra y sus dos orgullosas hijas.

En cuanto al príncipe, no tuvo ojos para nadie más desde que la vio. La tomó de la mano y no se separó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo:

- Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía.

Cenicienta era muy feliz; pero sabía que su dicha no iba a durar mucho tiempo. La paloma le había advertido que sus encantadores vestidos desaparecían al toque de medianoche; de modo que, a partir de las doce menos cuarto, Cenicienta no se vio por ninguna parte. Cuando el príncipe se dio cuenta, la buscó desesperadamente por todo el palacio, pero no pudo encontrarla.

Entretanto, la pequeña bailarina había llegado ya al patio de su casa. Al pasar junto al avellano, el reloj dio las doce. Sus rutilantes vestidos desaparecieron, cayeron sobre ella los mugrientos harapos y entró en la casa sonando sus viejos zapatones de madera. ¡Ya no era sino Cenicienta, la pobre cocinerita de siempre!. Tiritando de frío, con sus pobres harapos, se acostó junto a las cenizas y a los rescoldos, como de costumbre; pero estaba demasiado inquieta para dormirse. Cuando llegaron la madrastra y sus orgullosas hijas, todavía estaba despierta, y pudo escucharlas conversando en el cuarto inmediato:

¿Quién sería esa pequeña belleza misteriosa -dijo la madrastra-, y por qué desaparecería tan de repente?.

- Nadie lo sabe -dijo la mayor de sus hijas-. Yo, por mi parte, me alegro de que se fuera. ¿Quién iba a tener la menor oportunidad si llega a quedarse?

- Estoy de acuerdo contigo -dijo la otra-. Pero, de todos modos, me gustaría saber de dónde vino.

¡Quién iba a decirles que la misteriosa doncella había salido de su propia casa y que, en aquel momento, vestida de harapos, dormía entre las cenizas y los rescoldos del hogar!

Al día siguiente todo sucedió otra vez de la misma manera. La madrastra y sus orgullosas hijas se emperifollaron con vuelitos y faralaes y se marcharon al baile con mucho tintineo y mucho roce de colas.

De nuevo el arbolito hizo que lloviese un vestido sobre Cenicienta, sólo que esta vez era aún más hermoso que el de la víspera. En cuanto llegó al palacio, todas las miradas se volvieron hacia ella, y mientras la hermanastras ponían caras de vinagre, el príncipe corrió a su encuentro y no se apartó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo:

- Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
El príncipe se sentía en extremo feliz, pero con gran disgusto suyo la bailarina volvió a escapársele un poco antes de la medianoche. Esta vez alcanzó a verla cuando se le escurría por la puerta. Corrió tras ella, pero la fugitiva conocía el camino y él lo ignoraba. A menudo la perdía de vista mientras volaba aquí y allá entre las calles oscuras, pero no se desanimaba por eso. Todavía alcanzó a vislumbrarla en el momento en que se deslizaba por el patio de la casa, pero estaba todo tan oscuro, que ... (ver texto completo)