LA VICTORIA: Igonoro qué pasa por la cabeza de un hombre que mata...

Igonoro qué pasa por la cabeza de un hombre que mata a ochenta y dos personas de forma sistemática, alevosa, calculada. Sí sé, en cambio, qué pasa por la cabeza de alguien que sabe que va a morir o por la de alguien que ha visto morir a una persona querida como consecuencia de un acto terrorista. He visto a enjutas madres de pelo blanco, vestidas de negro, abrazadas a un féretro como si lo estuvieran a su propio útero mientras derramaban lágrimas de desesperación sobre la madera casi clandestina. He visto a esposas embarazadas desvanecerse frente a nichos a medio cerrar a la par que un golpeteo de cemento sobre la losa simbolizaba el adiós definitivo. He visto la mirada extraviada de huérfanos aturdidos por la noticia reciente de haber perdido a sus padres como consecuencia de una sobrecarga de plomo asesino en su cuerpo. He visto a hombres como torreones, capaces de una pared de una mascá, derrumbados sobre la sola soledad de una despedida final. He visto a generales llorar a sus soldados, a soldados llorar a sus generales, a novias desesperadas en pleno grito, a ancianos de hondo surco secarse el llanto con una bocamanga. He visto el rostro perplejo del narcotizado por el dolor inasumible. He visto el apagón definitivo en los ojos de aquél al que le han arrebatado a un ser querido.

Los he visto en el norte y en el sur. Los he visto salir a media asta, asustados, encogidos, por la puerta de atrás de una iglesia de pueblo entre las miradas de indiferencia de los lugareños y los gestos de prisa del mismo cura. Los he visto llegar a su pueblo a recibir el último abrazo de tierra entre toques de silencio y sollozos teñidos de rabia y encontrarse con la noticia de que ya no son los últimos en el listado de muertos. Los he visto renquear sobreponiéndose a una mano amputada, a una pierna coja, a una espalda rota. Y a ninguno de ellos, a los muertos, a sus vivos, a los hijos, a las madres, a los padres, a las novias, a los tullidos, les he sorprendido nunca en un pronto vengativo, en un gesto amenazante, en un arranque irracional o planificado para ajustar las cuentas con sus asesinos. Nunca. Ellos, al fin, han confiado en que el Estado de Derecho en el que viven tomara la iniciativa de justicia y sometiera a los culpables al castigo merecido por los crímenes cometidos.

Quiero decir que no estoy en la cabeza de Henri Parot ni en la de muchos de los asesinos que toman la sombra fría de las cárceles, pero sí los estoy en la de los que han engrosado la lista de muertos. Y esos muertos sobre los que se desmerengaron los corazones de las madres de negro no merecen que el Estado les mancille la memoria y que recorra con prisa los pasillos de la ignonimia. No merecen, en suma, que un grupo iluminado de fiscales serviles a su jefe y, a su vez, serviles a un gobierno.