RODALQUILAR: En estos fríos días de finales de otoño, con la Navidad...

En estos fríos días de finales de otoño, con la Navidad en puertas, unas veces por pereza, otras por causas diversas, en mis ya nevadas sienes, se enfrían y se adormecen las intenciones de hacer algo. En un rincón de mi memoria, abandono las nuevas ideas, y las dejo dormir en silencio, sin importarme nada el paso de los días, como si éstos aún me sobraran, como si tuviera por delante mucho tiempo. En realidad no quiero darme cuenta de que la tarde de la vida, lentamente está empezando a declinar.
Pero, otras veces, como si se tratara de un retoño, mis pensamientos me llevan a los recuerdos y de éstos, animosa y alegremente brotan pueriles y amenas imágenes de aquel valle de mi infancia, que aún hoy, cuando me acerco a la etapa postrera, guardo en mi memoria, hasta que la ventura quiera.
Al pensar en el incesante dinamismo de la niñez, recuerdo aquellos chiquillos de Rodalquilar que nunca paraban. En esos momentos me dan ganas de parecerme en algo a aquel niño que fui. Entonces me sacudo la pereza con ganas y con vigor, como un perro se sacude el agua después del baño, y me pongo a realizar alguna cosa que había dejado para después. Por eso hoy, sacudida la pereza para otras cosas, quiero además escribir unas líneas.
Desde hace unos cuarenta años, en todas las estaciones, viajo con mucha frecuencia a otras tierras, pues es donde vive mi familia política. En esta zona, muy distinta de la mía de origen, abunda el granito en recias construcciones, cuyos tejados de rojas tejas o de negra pizarra son inclinados, y por la abundante vegetación, predomina el color verde, al cual en invierno se le suma el blanco de las nevadas cumbres. Este lugar, tan alejado del mar y tan diferente de mi pueblo, es para mí como si también fuese mi tierra.
En esta segunda tierra mía, paseo en primavera por frondosos bosques de castaños y robles, y junto a las riberas del rio, donde existen con profusión alisos, sauces y algunos abedules y acebos.
En verano, camino por umbrías sendas, que están a veces entre vallados de muros de piedra recubiertos de musgo, en las que abundan fuentes y manantiales de cristalina agua fresca.
En otoño, al pasear, escucho bajo mis pies el tenue crujido de la mullida alfombra de hojarasca, y subo por esos mismos caminos que me llevan hasta algún claro de la espesura situado en alto. Desde allí, diviso un paisaje en el que los días en que el sol luce con viveza, en conjunción con la bruma de la humedad ambiental, al filtrarse los rayos entre las ramas, forman haces de luces parecidos al foco del cine, como si para deleite del observador, el astro rey quisiera proyectar sobre la soleada fronda, un cuadro multicolor, colmado de tonalidades doradas y ocres.
En invierno, en los campos de alrededor de la pequeña ciudad, disfruto hollando la nieve recién caída para dejar en el inmaculado manto blanco, el rastro de mis pasos a ninguna parte.
Pero, aunque disfruto de los encantos y delicias de mi segunda tierra, no me olvido de mi desértico pueblo de tejados planos, del lugar en que se hunden mis raíces. Mi pueblo no tiene bosques de clase alguna, ni veredas bajo la sombra de una abundante vegetación, ni fuentes que manen cristalina agua fresca. Allí, la única hojarasca que puedo pisar, son unas cuantas hojas de eucalipto caídas en la tierra seca, y si quiero dejar huella de mis pasos a ninguna parte, me tengo que ir a dar vueltas por la arena del Playazo. Pero a pesar de esas carencias tiene otras maravillas que fascinan y seducen a cualquiera.
En mi Rodalquilar, es una delicia observar los llanos en primavera, cubiertos por una alfombra de alegres florecillas mecidas por la brisa, presentando el valle una variedad de colores tal, que sólo se pueden dar por el sol y la tierra de mi pueblo, o al menos a mí, así me lo parece.
En verano, se disfruta del calor, pues no es tan agobiante como en otros lugares y de los baños en fabulosas playas de agradables aguas. Al caer la noche veraniega, es un gozo sentarse en la puerta de casa, enfrascados en una amena conversación, bajo la maravilla de su luminoso cielo, mientras la suave brisa del Mediterráneo, trae húmedos aromas marinos que envuelven fragancias de jazmines y de geranios.
Y no hay que esperar al otoño para poder percibir un cuadro multicolor. Aquí, durante todo el año se puede apreciar la variedad de colores que ofrece el paisaje, con esa luz tan característica de nuestra tierra. En otoño, cansados ya del largo verano, cuando remiten los calores, es una satisfacción pasear en los atardeceres, fuera del casco urbano, para poder escuchar el sonido del silencio.
¿Y en invierno? En invierno es un placer salir a tomar el sol mientras se saluda a los vecinos y se hacen algunos comentarios, o quedarse en casa disfrutando de la quietud del pueblo, al calor del brasero, leyendo o haciendo lo que más le guste a cada uno, aunque no se pueda pisar nieve, pero con esa tranquilidad del valle, que además es seguro, donde no suelen ocurrir grandes catástrofes naturales, y ni siquiera llegan los rigores invernales.
Se acelera mi corazón cuando descubro imágenes de la tierra que me vio nacer, que alegran mi ánimo y mi espíritu alientan. Siempre que observo alguna, mentalmente me sitúo en el lugar desde el que la imagen se tomó, y me recreo en la contemplación de tan hermoso valle, de tan magníficas playas, de sus coloridos cerros, de sus verdes palmas y me quedo tan absorto que hasta me parece oler los aromas de sus campos.
Del lugar, lo que menos me importa son las viviendas de ahora. Con el paso de los años, unas las renovarán y otras nuevas construirán. Pero, lo que sí me importa, que siempre han estado y estarán ahí, viendo pasar las generaciones, recordados por los que por allí anduvieron, y de ellos disfrutaron, los explotaron o se sirvieron, que encierran el valle como si fuera un tesoro, son los cerros y “ese cachito de mar”, como decía mi madre, que forman tan precioso paisaje. Son lo que más me gusta de mi pueblo.
Muchas veces mentalmente, me siento en la falda o en la cumbre de cualquiera de ellos y desde allí, cerrados los ojos, diviso todo el panorama. Entonces me entran deseos de ir, para desde la realidad volver a verlo. Mi deseo culmina cuando, hago alguna visita al pueblo, y aunque muchas veces no encuentre a nadie conocido, salvo a la familia, paseo por los lugares que en la ausencia he recordado, para renovar las imágenes en mi memoria y que no se vayan difuminando. Unas veces subo a un cerro, otras me acerco a una playa y otras, simplemente, camino por las veredas.
Cuando al llegar estas fechas, en lejanas tierras huelo a leña que arde en hogareñas chimeneas, de inmediato acuden a mi memoria, los aromas, los sonidos y los colores de aquellas chimeneas que hubo en mi tierra en los años cincuenta. Recuerdos de pequeñas matas con olores a pinchuda aulaga, a cantueso, a romero, o a tomillo, que al arder crepitan y a veces chisporrotean bajo negras trébedes, con fugaces y pequeñas llamaradas amarillas, rojizas y anaranjadas, en las cocinillas de las casas del pueblo.
Esas imágenes mentales, normalmente vienen acompañadas de la de alguna mujer del valle, casi siempre vestida de negro, con delantal de cuadritos grises y también negros, que con infinita paciencia, mete una matita tras otra para que el calor no decaiga y en el puchero de barro cuezan: un puñado de garbanzos, con hojas de berza picadas, una morcilla y un pedazo de tocino, a ser posible con veta, y para dar más sabor y que a todos apetezca, también le pone hueso salado que de la matanza conserva.
Ya se acerca la Navidad. En estos días, en la panadería de la empresa, se horneaban las roscas de aceite, las tortas de chicharrones y de manteca. En las calles se oían ruidos de juegos y de petardos, mezclados con voces de chiquillos que jaleaban las explosiones. No cesaban los villancicos, que por todas partes sonaban, acompañados de zambomba, pandereta, triángulo y botella. En el valle sus notas reverberaban, porque, alegres, los cerros, conforme los escuchaban, las reflejaban.
Escribo aquí este relato para compartir, con los que por allí anduvieron, las emociones y sentimientos que creo que por el pueblo albergamos, y de paso aprovecho para desear a quienesquiera que lo lean, una Feliz Navidad y un mejor Año Nuevo.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
¡Qué hermosa descripción!
Más que la belleza de los paisajes cuentan los sentimientos. Sabes ver en cada elemento belleza. Eres capaz de trasmitir con tus palabras colores, aromas, texturas, sonidos, etc.
Se pueden cerrar los ojos y percibir todos los sentidos. No todas las personas pueden captar las maravillas que ofrece la Naturaleza. No todos pueden sentir la emoción de pertenecer a un lugar. Los hay los que viven comparando, añorando o despreciando uno u otro lugar.
Es cierto que a la distancia ... (ver texto completo)