RODALQUILAR: 13 de diciembre....

No me gustaría ir o usar los tópicos para escribir esta modesta nota.
Se acerca un tiempo en que la familia y los amigos se hacen de notar y se echa en falta, en mucha falta, a los que partieron.
Sé lo que todo el Foro siente por Rodalquilar. Hay un “espíritu”- llamémoslo así-, que os embarga, que os mueve la adrenalina, que moviliza recuerdos, olores y luces.
He intentado plasmar ese espíritu en este relato –cortísimo, pero verdadero-, basado en la amistad de dos personas que compartieron “todo” durante años… como vosotros.

EL VALOR DE LA AMISTAD
Mi mirada se perdía por la ventana de aquella habitación del cuarto piso del internado. Era un sábado cualquiera del frío invierno madrileño. Estaba solo, la mayoría de mis compañeros de curso eran de la ciudad y, como es natural, se habían ido a pasar el fin de semana A SU CASA.
Tenía tan solo quince años y hasta entonces, no había salido de casa salvo para ir de excursión y además, en contadas ocasiones. Estar viviendo tan lejos de mi familia me traumatizaba.
Mi corazón y mi mente volaban, entre sollozos, por encima de los sembrados castellanos hacia mi pueblo, a mi casa, a la Alameda con mis amigos..
Tan solo siete chicos, de los dos grupos del Colegio, habíamos conseguido la beca para estudiar Bachiller Superior en aquel internado. Para los siete, la prueba fue brutal: Primero, por haber salido de casa tan jóvenes y en segundo lugar por el distinto, en el fondo mejor, método de enseñanza que allí se impartía.
Unos, nos adaptamos y salimos adelante; a otros, el internado los "castigó" tan duramente que su rendimiento, magnífico en la Escuela, bajó a niveles catastróficos.
Algunos de los maestros de mi colegio sabían llegar a nosotros, nos estimulaban con su propio estímulo, sabían perdonar, apretar, "exprimir" y premiar. Otros usaban el miedo y el castigo para conseguir lo que no podían o no sabían transmitir.
Entre ellos se comunicaban nuestros defectos y virtudes, y el primer día de cualquier curso, al entrar, ya lo sabían todo sobre nosotros.
La formación humanística de algunos de ellos, a los ojos de unos chicos, era tan inmensa que hasta nos llenaba de orgullo:
­ ¡Mi maestro sabe...!
***
El ruido del picaporte me volvió a la realidad. La puerta se abrió: Era Pepe.
-¬ ¡Venga, hombre... vamos a merendar!- dijo.
¬ - ¡Vale contesté alegremente.
Pepe es una de esas personas, pocas, que por lo compartido ocupan un lugar en el corazón para toda la vida.
Su padre había fallecido hacia escaso tiempo, y también estaba SOLO: Nos necesitábamos.
Cuando murió, sentí una congoja inmensa y con su desgracia aprendí lo frágil que es la vida y lo necesario que es un PADRE a esa edad.
Su corazón sentía ansiedad y desespero, frustración y rabia:
¿Por qué a él y no a cualquier otro?
Su Alma de alevín de hombre luchaba con egoísmo contra todas las ideas de resignación que fluían de su mente inteligente.
Para él, su padre lo era TODO: Ideal y satisfacción, arquetipo de entrega a los hijos y hombre aventajado.
Aquello marcó su carácter para el resto de sus días. Hoy, su actitud como hijo y como padre supera con creces la imagen que tenía de su progenitor, aunque para él nunca conseguirá acercarse lo más mínimo a aquella persona mítica, perdida en nuestra memoria, mas nunca olvidada.
Estábamos merendando y no hacía falta hablar: él me acompañaba a mí y yo a él.
Los dos juntos, amigos para siempre, con nuestra soledad.
El tiempo en compañía hace dulces los momentos y pasa casi sin sentir.
Cuando se acababa el curso y venían las vacaciones de verano estallábamos de satisfacción: eran una liberación para unas jóvenes almas apresadas en un mundo del que veíamos el final, pero estaba, ¡tan lejos!
La vuelta a casa, a lo conocido, a los amigos, a la playa, al porrón del tocadiscos, al “paseo de la alameda”: ¡Con qué poco éramos felices, Señor!
En Septiembre: Vuelta a empezar.
- ¡Estudiad duro! Es vuestro porvenir- Nos decían, entre abrazos y sollozos nuestros padres. A él, sólo su madre y su hermana.
Era la lucha por salir de una situación, que no era mala en ningún caso, pero que si suponía una superación, un paso adelante.
El orgullo de ser hijos de unos padres trabajadores que no fallaban en su trabajo, a los que admirábamos por su honradez y su esfuerzo porque crearon un hogar de la nada, nos estimulaba a ser cada día mejores.
Aquella etapa de estudios pasó: La superamos de forma magnifica.
Nuestra adolescencia se transformó en edad adulta a la velocidad del rayo. Algunos dicen que aquellos años fueron nuestra “mili”. Creo firmemente que condicionó nuestra vida para siempre. Nos hicimos mayores tan pronto que no disfrutamos de nuestra juventud, pero aprendimos a disfrutar de la amistad, ¿o debo decir familiaridad?
Tanto influyeron aquellos años en nosotros, que reafirma lo dicho un hecho vivido estos días atrás: Se casaba en Madrid el hijo de un amigo del internado.
Al volvernos a ver, después de tantos años, ambos sentíamos el “Espíritu” aquel que nos impulsaba a todos, que aparecía y desaparecía según que frases utilizábamos. Lo sentíamos tan fuerte como cuando éramos adolescentes.
Los abrazos de despedida, eran como si no nos fuéramos a ver nunca más, como queriendo dejarle con el abrazo parte de nuestra alma para que se quedara con el otro y le acompañara siempre: ¿Es eso un sentimiento de familia? ¿Conseguimos en ese tiempo ahondar tanto en nuestros modos que llegamos al extremo de convertirnos en familia?
Pero volvamos a lo nuestro: A mi querido Pepe.
Comenzó la Universidad. El Destino decidió que estudiáramos, los dos, la misma carrera. Disfrutamos de nuestra amistad y compañerismo otros seis años más: ¡Fíjate, toda una vida!
Luego, especialidades distintas y familia nos han separado, pero no mucho. Cuando nos vemos, nuestras mujeres no entienden lo que sentimos: nos aislamos materialmente del mundo y, en un rato, nos contamos todo lo que nos ha pasado desde la última vez que nos vimos; yo diría, que hasta de una forma atropellada: El “Espíritu” está con nosotros.
Algunos pacientes comunes me cuentan que somos como dos almas gemelas metidas en cuerpos diferentes y que transmitimos los mismos sentimientos: No me extraña, nos movimos a la vez durante toda nuestra vida de formación: quince años.

Hace poco tiempo lo vi en el entierro de un amigo común y, a medida que me acercaba a él, la imagen de su padre se iba haciendo cada vez más nítida y más grande: Pelo canoso, carne dura y prieta, hablar ronco, las piernas firmes, bien puestas en el suelo y con la sonrisa amable de toda la vida.
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-“Pepe, lo has conseguido, ya eres como él”. Te lo digo YO, y me siento feliz contigo.
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Queridos amigos:
En mi casa habrá una vela encendida por todos vosotros durante esta Navidad.
Os deseo a todos un mejor año y más salud.
Manuel Ortiz

13 de diciembre.
Comienza el mes de diciembre y una fiebre se instala en nuestra vida, en nuestros hogares...
De pronto la necesidad de "poner la casa en orden", impera. Pintar, arreglar, adornar, cambiar muebles o reponer vajilla.
Las compras navideñas se transforman en una carrera a los negocios. Una búsqueda de regalos para familia y amigos.
¿Dónde, con quién pasar las fiestas? ¿Con tu familia? ¿La mía? Este año se agrega uno, pero se nota la ausencia de los que nos dejaron.
¿Y la comida? Todo nos parece poco, nos llenamos con manjares de lugares donde la Navidad transcurre en invierno. Y así, con temperaturas elevadas, de pleno verano ingerimos alimentos elevados en calorías. ¿Por qué? Porque es una fecha tradicional, porque no nos atrevemos a incursionar en nuevas propuestas, y porque nos gusta compartir una mesa abundante en comida y golosinas.
Nueces, almendras, almendras cubiertas con chocolate, frutos secos y cuantas otras confituras pasan a engrosar nuestro cuerpo.
La sidra, cerveza, vino y gaseosas. No falta nada, y sobra todo.
Pero una pregunta queda flotando: ¿Preparamos con la misma intensidad nuestro corazón? ¿Sabemos cuál es el verdadero sentido de la Navidad? ¿Pensamos en esos pueblitos del interior, que tal vez en sus mesas reine solamente (¡Y es mucho!) un BELÉN, y esto los colme de alegría y felicidad.
Somos humanos y como tal con errores y aciertos.
Quiero transmitir en estas fechas mis deseos de paz. Que mi país, Argentina, logre salir adelante. Que vuelva a ser la Patria que con los brazos abiertos recibía a quién quería hacer de ella su destino. Dónde el trabajo, la solidaridad, la seguridad y la alegría era una constante.
Pido por todos esos seres amados que hoy no están con nosotros, que adelantaron su partida muy pronto. Aquellos que nos arrancan lágrimas a diario con su ausencia.
En mi hogar, una nueva vela se enciende para acompañar la de mis padres. Un lugar menos en la mesa familiar.
Con esta tristeza, igual celebro la Navidad y deseo que todos y cada uno prepare su corazón, para albergar al Niño Dios, nuestro Salvador.

Carmen González