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RODALQUILAR: Anoche, casi al filo de las once, tras leer el mensaje...

Anoche, casi al filo de las once, tras leer el mensaje de Leocadio, hablé con la esposa de Ramón. Después me quedé pensativo y recordé la última conversación que no hace mucho mantuve con éste. Comentábamos los recuerdos que conservamos de muchas de las cosas que sucedían en el pueblo. Hoy, he vuelto a pensar en Ramón y de nuevo vuelvo a recordar nuestra infancia en aquel espacio. Pienso que, a él, no sólo no le disgustará que la transcriba en el foro, aunque no sea en los términos exactos en que tuvo lugar nuestra última conversación, sino que en cuanto se recupere y pueda entrar en el foro, le gustará leer aquello que tiempo atrás comentamos, pues realmente, cada vez que hablamos de esto, siempre llegamos a la conclusión de que no había evento en el que no estuviéramos presentes los chiquillos de entonces, fuese éste de la índole que fuese. No se nos escapaba ni el más pequeño acontecimiento que sucediese en el valle por mínimo que fuese.
Una vez que ya habían cavado las zanjas para los cimientos, en las cuales nos escondíamos jugando al escondite en las tardes-noches del tiempo que pudimos disfrutar de ellas, cuando se estaban construyendo las últimas Casas Nuevas, que fueron las que están más próximas frente a la rambla, acudíamos un buen grupo de zagales a esperar la llegaba del camión cargado de piedras o de arena. Contemplábamos de qué forma iba elevándose la caja del vehículo y cómo, con gran estruendo si eran piedras, o con un sonido parecido a querer imponernos silencio si era arena, resbalaba la carga hasta caer a tierra. Una vez que se marchaba el camión, nos arrojábamos al montón de arena emulando las paradas de los porteros de fútbol. ¡Cómo gozábamos lanzándonos sobre la húmeda arena! Lo que había sido un perfecto rimero de arena, ligeramente alisado en su parte más alta por el portalón de la caja del camión, en pocos minutos quedaba en menos de la mitad de su altura inicial, pero ocupando una superficie tres veces mayor, lleno de pisadas, prácticamente sin humedad y más desbaratado que el caminar de un beodo poco acostumbrado. Claro está que eso lo hacíamos si no había albañiles en la obra.
Alguna que otra vez, cuando el viento había cortado algún cable eléctrico, o se había partido el palo o poste que sujetaba la palometa con los cables y había que sustituirlo, allá que nos íbamos a mirar el trabajo de peones y electricistas. Observábamos con atención de qué forma iban clavando a mano la larga barrena en el agujero que estaban haciendo y con sumo cuidado, para no agrandarlo demasiado, iban sacando la tierra verticalmente con una cazoleta. Al acabarlo introducían el poste nuevo que quedaba prácticamente encajado en el agujero. Terminaban de rellenarlo con tierra que iban apisonando paulatinamente hasta dejarlo firme y totalmente vertical. Pero a lo que más atención prestábamos era al trabajo de los electricistas. Con correas de cuero sujetándolas a su pié, se calzaban las curvas garras de acero que les servían para poder trepar hasta lo alto, y en la cintura, se colocaban un ancho cinturón para sujetarse al poste y así evitar que el cuerpo se fuese hacia atrás. ¡Qué expectación de público infantil solían tener Francisco Hernández y Manuel Requena, cuando subían a los palos!
Lo mismo sucedía cada vez que oíamos a los fontaneros levantar “la chapa del agua” para cortar ésta de alguna parte de las Casas Nuevas. Seguíamos a Juan Felices y al aprendiz que tuviera de turno, hasta donde estuviese la avería para observar la apertura de la zanja y la reparación de la tubería.
Otras veces la cosa era más seria. Menos mal que no fueron muchos, yo sólo vi dos, pero cuando por desgracia ocurría algún accidente en las minas, nos dirigíamos rápidamente al consultorio de la empresa para a través de los arañazos que tenían los cristales blancos del mismo, observar qué sucedía en su interior y ver a Montellano, el practicante, realizando las primeras curas de urgencia, operando con pinzas, gasas, grapas y demás útiles necesarios para suturar heridas y cortar la hemorragia. Nos íbamos turnando el lugar que tuviese los mejores arañazos en los cristales para poder ver mejor y hacíamos conjeturas, comentando entre nosotros lo que habíamos podido observar a través de ellos. Pero enseguida acudía el guarda de la empresa haciendo que nos alejásemos de allí.
Si llegaba un circo, o los feriantes de caballitos y sillas voladoras, allá que íbamos a mirar cómo realizaban el montaje; algunos incluso ayudaban en esas labores. Si los que iban eran los charlatanes vendiendo mantas, no tardábamos ni cinco minutos en imitarlos a modo de mofa. Recuerdo cuando al pueblo llegó una furgoneta anunciando una marca de margarina recién salida al mercado, que ahora es muy conocida; a los pocos minutos, una caterva de chavales, sin dejar de correr tras el furgón, extendía el brazo intentando alcanzar el paquetito del producto que iban regalando con cuentagotas.
Otras veces oíamos el característico sonido de las llantas de hierro del carro de “Ramón el del vino”, y nos íbamos a ver su llegaba cargado con los dos toneles, uno colocado debajo, entre las ruedas, y el otro encima, entre las barandas. Sentados a la sombra, en el poyete de la puerta del bar, mirábamos expectantes su descarga. Lentamente, con gran esfuerzo, a pleno sol en mitad de la pista de cemento del establecimiento, sujetándolo con dos cuerdas, iban bajando el tonel del carro, mientras de su frente caían gotas de sudor por el calor y el trabajo realizado. No nos marchábamos de allí hasta que el carro era introducido en el patio trasero.
Nueve años tenía cuando fuimos a ver una cosechadora que llegó al cortijo del Cuarenta. Junto al árbol que había a la izquierda, antes de la entrada a la plazoleta del cortijo, frente al corral, situaron la máquina. No era como las cosechadoras de ahora. Durante varias horas nos entretuvimos observando aquella máquina que era accionada por un tractor. Contemplamos cómo, las gavillas de trigo que previamente había segado otra máquina, eran depositadas en una cinta que las introducía en la cosechadora; después de unos minutos de mucho girar de ruedas dentadas y poleas, iban saliendo por una trampilla los rectangulares fardos de paja ya atados, mientras por unas toberas caía el trigo o la cebada llenando sacos. Como hacía calor, para sentir un poco más de fresco, nos sentamos en uno de aquellos pequeños ventanucos de los varios que el corral tenía, atravesados en vertical por un palo que los dividía en dos, y por los cuales corría un poco de aire. Lo malo fue que, cuando llegamos a casa, llevábamos un perfume de corral, un olor a oveja que tiraba para atrás, lo cual hizo que mi madre me armara una de aúpa, mandándome rápidamente a la ducha y sacando la ropa al patio de la casa para que se ventilara antes de lavarla.
Espero y deseo fervientemente, que Ramón se recupere lo más pronto posible y pueda leer con una sonrisa estos recuerdos que ya comentamos en su momento.
Hermenegildo García Pino.
P. D. Acabo de hablar con Ramón por teléfono y al despedirme, dándole ánimos, me dice que le diga al foro que es él quien le manda ánimos a este foro.