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ALCONCHEL: Capítulo tercero....

Capítulo tercero.

En aquella casa, a quien no gritaba, nadie le hacía caso. Los únicos que recibían algún mimo eran los niños. Y como bien se sabe, al último al que más. Por aquel entonces el que había llegado último, y, además, en plena guerra civil, lo llamaron Justo. Así le pusieron en memoria de un tío paterno, caído por Dios y por España. Y porque se topó de frente con unos rojos que andaban buscando curas y guardias civiles, para limpiar la Patria, decían, que era más suya que de aquel dictador, que si un día pillaban, ¡se iba a enterar!
No queda constancia de sí aquel pequeño, heredero del nombre de un guardia civil, tuvo más suerte, que todos los otros que nacieron en aquellas fechas, desparramados por la geografía de un país en guerra; sin grandes recursos, y con mucho odio acumulado.

Los “Pequeños eran gentes sencillas, de poco saber y menos haber. El Sr. Domíngo presumía de huerto, de pozo generoso, de sus dos burros y de sus plantas de hierba Nicot que tenía plantada en el huertucho de su primo cerca del Lejío. La verdad era, que el famoso huerto apenas daba un puñado de habas unas cuantas cebollas, y alguna ensalada o col, con qué aderezar aquellos eternos chícharos con tocino rancio, principal y único plato de la familia.
Cuando repartieron las tierras de la sierra que cerraba el pueblo por el Noreste, la Sierra de las Puercas, les tocaron cuatro fanegas que hubo que rescatar de las jaras y las torviscas de los peñascos y de mil bichos que se comían lo que plantaban antes de que germinara. El año que no se comían la cosecha las langostas, o llovía granizo o lo quemaba el carámbano. Así que entre lo que se invertía en dinero y lo poco que rendía, la verdad, es que no valía la pena las palizas que se daban los hombres de la casa para tan mal resultado.
Domíngo tenía dos burros que eso sí eran su fortuna: La Mora sobre todo, burra negra, pequeña trabajadora y sobria. La familia la trataba como un miembro más, y no era raro ver a los mozos jugar con ella a saltársela o los niños mamarle su dulzona leche sin que el animal se moviera o espantara. Del burro se recuerda, que era grandón y pardo. La cuadra, como debe ser, estaba en medio de la casa, y los animales atravesaban el zaguán para recogerse. Un pasillo empedrado evitaba que los errajes de los animales, dañaran la pizarra que cubría el resto de los suelos. En el huerto, además de las chichas hileras de verduras, en un rincón, un montón de taramas, que Domingo y sus hijos, acarreaban de vuelta de la jornada de trabajo, suficientes para dos inviernos.
El pozo, lo cavó Domíngo ayudado por su primo Adolfo. Tuvieron suerte de topar con una vena de agua que parecía querer durar más que ellos. Lo cavaron muy cerca de la puerta, para comodidad de la esposa de Domingo, Juana Sánchez. El hogar, o candela, a mismo el suelo, en el rincón de la izquierda, de la cocina, contra la pared de la cuadra.
Enfrente, y en medianía con el pozo, en la pared, un horno, suficientemente grande para hacer dos o tres panes y guardar al rescoldo algún puchero. Separado por un tabique, un cuartucho, despensa, donde Juana tenía el arcón de la chacina: Tocino, costillar, y jamones a salar si había habido matanza en el año. Ocasionalmente, en la despensa dormían José y Manolo los dos hijos que quedaban en la casa. Francisco, se había ido a la guerra, al lado de su cuñado Manuel Hernández Gózales; Manuel Panduro, era primo segundo de Fermina Hernández, hija de Domíngo y Juana apodada “La Pequeña” Manuel era hijo de Adolfo y Carlota conocidos por “Los Panduros”. También tenía Domíngo un pajar que se llenaba por el tejado, y que se vertía directamente en el pesebre. Entre la paja guardaban los melones de invierno, la andrina, las peras y las manzanas camuesas que Doña Juana, metía entre las sábanas en el armario, para perfumar las ropas. En la entrada, que llamaban zaguán había una chimenea grande que raras veces ardía. En el hueco del hogar tenían una mesilla con“enaguas” y a la sazón un brasero que sólo encendían si el frío apretaba mucho.
Aquellas gentes no eran de las que se sientan a comer o hablar alrededor de una mesa: La candela de la cocinilla era más íntima. Y sentados en unos banquillos hechos a la azuela, cada cual arrimaba los carbones a sus zuecos. Y Porfiando y gruñendo, pasaban el rato entre comida y cigarro, hasta que Juana se levantaba con aire de cansancio y cara de sueño, cogía un candil y después de ir al pajar a ver “la piedra” que anunciaba la lluvia, desaparecía arrastrando sus zapatos claveteados por el empedrado del pasillo. Los “Pequeños” Padre e hijos, siguen discutiendo y gruñendo un rato más, y sin concertarse se van yendo a sus cobijas. El padre, coge el candil de la cocina, y se acerca en una última atención a los animales de la cuadra, le palmea las ancas, los llama por sus nombres y satisfecho de haberle amargado el día a la familia, se va a dormir.
La casa de los “pequeños” se está yendo al traste. Domingo bebe demasiado. Él dice que sus motivos tiene. Pero luego, se queja del estómago. Juana está agotada: Le están minando la salud las tensiones de los hombres, la ausencia de los que luchan, el miedo de que los que están escondidos sean descubiertos, y el desajuste de los nietos que andan como vendos sin padre que los bride, ni madre que los mime, atareada como Fermina anda, por acarrear comida. Juana dice que le duele el corazón. Nadie le hace caso, o así parece.
Fermina, la hija mayor de los pequeños, había estado sirviendo en casa de Ángel Sánchez, por nada o casi nada, engatusado el padre por los jornales que don Ángel le prometía y que rara vez pagaba, debiéndole de un año para otro, y aprovechándose de todos los hijos. Don Ángel con un honor, pagaba dos deudas. Y así, por ser padrino de boda de Manuel y Fermina consiguió condonar las deudas que tenía con la familia. Domingo era un hombre de genio, trabajador en exceso. Ecónomo y lleno de un montón de cualidades. Lastima que tuviera tantos humos y tan poco seso.
Le calle Nueva, empieza en las faldas del castillo, en lo más alto del pueblo, y baja, baja, hasta la carretera que bordea el pueblo y que se pierde en la dirección de Cheles el pueblo que esta casi en la raya de Portugal.. La calle Nueva termina en un recodo que impide el paso de vehículos. No hay en el Pueblo más que un coche que el herrero se empeñaba en hacer rodar y nunca se atrevió a bajar o subir por la empinada calle Nueva. No pretende el que cuenta, darle importancia a esta calle que de nueva tiene poco; pero cierto es que tiene sus secretos: Secretos que a su debido tiempo irán apareciendo: como el de las manos de nácar de la antigua querida del cura, o la desaparición del primo Antonio el gitano. También se contaba que una de aquellas casas tenía un subterráneo que salía al Lejío o a la calleja los huertos, y que por ese subterráneo salían unos vecinos en banda a asaltar a los raros viajeros que pasaban con dirección a la Raya.
Calle nueva, calle Luenga, Clavellina, el Terrero, la calle de la Cárcel, la calleja los cerdos, la calle la Cruz, La Callita, La Calle Mesones, el barrio de las flores, la plaza de la herrería, la calle Ramón y Cajal, la fuente la Plata, El caño de los caídos. Todos esos nombres siguen sonando en los recuerdos de los “Panduros”. Y el pueblo, su blanco y limpio pueblo, continúa vivo en sus mentes, como una imagen pintada un día de calenturiento verano, desde los minaretes del castillo, con el vaho arremolinándose por entre los rojos tejados de sus achaparradas casas.