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TIANA: ¬Menos mal que la noticia de la abuela enferma ha servido...

¬Menos mal que la noticia de la abuela enferma ha servido para algo. Ahora que papá no ha comido, tendremos más parte nosotros. Dijo a media voz.
¬ Son troncos de col. Y a papá ya sabes que no le hacen mucha gracia.
Le contestó Justo. A éste, le costaba trabajo recordar el rostro de su abuela Carlota. Poco roce había tenido con la abuela de Consuelito y María, las hijas de Antonio que esas sí que eran sus nietas, porque hijas de su hijo y huérfanas de madre; con lo cual nada de celos entre abuela y madre. Nada parecido con ellos que cuando iban a dar una vuelta por la calle Ramón y Cajal eran recibidos como potrancos en una tienda de cazuelas de barro. Pero viendo el aire contrito de su padre, le dio un poco de pelusa, y tuvo pena de aquel hombretón que tanto temía y que estaba viendo tan desvalido. Vagamente recordaba a su abuela, corriendo detrás de él con la escoba, porque le había pillado mirándole entre las piernas, cuando de cuclillas limpiaba la loza con arena y esparto en el patio. Imprecisamente recordaba sus regañinas, y absolutamente no, no recordaba un gesto de cariño de aquella vieja quejumbrosa, ni un regalo, ni una triste naranja por navidad... Nada. Así que si estaba por compadecer a su padre, tampoco le importaba gran cosa que aquella vieja se muriera o no. ¡Hombre! A él no le hacía desde luego sombra desde tan lejos. Aunque le molestaba que su padre demostrara tanto cariño a ella y tan poco a ellos y a su madre. Pero como ya estaba acostumbrado a ser “el del medio” Que lo quisieran o no, que fuera la quinta rueda de la carroza familial, ya le daba poco morbo. Él era solo aquel niño que recibía cogotazos de sus hermanos mayores, algún correazo de su padre algún tirón de pelos o pellizco de su madre, y casi todas las noches tres o cuatro sonoros besos de la misma, al ir a bordarlo en el camastro.
Manolito, aprovechó que su padre se había acostado, para encender un pitillo, que absorto por la noticia, chupeteaba insistentemente. Aunque la “Chón” lo estaría esperando, no osó a salir, por respeto anticipado del duelo de su padre.
La barraca se fue apagando a medida que sus ocupantes se iban a dormir. Daba como una impresión de lejanía; de precariedad, de asentamiento provisional.
Decididamente, el barro rojizo del pueblo seguía pegado a los talones de aquella familia de parias. Fermina mató alguna cucaracha rezagada en la cocina antes de apagar el carburador e introducirse en la cama matrimonial. Los chirridos de su estrepitosa instalación junto a su entristecido marido, fueron los últimos ruidos que se oyeron.
En el silencio de la noche, los ecos de los vecinos de detrás, se mezclan con el ulular de la “Boya” que advierte a los barcos de algún peligro en la costa. Cierta rala brisa se pasea intermitente por entre las tablas del techo y el cartón cuero; en algún pico, lo levanta y al caer hace un ruido de murga. A Justo que escuchaba el ocaso de aquel día, le recordó el clap, clap de las tijeras de su primo el peluquero de Alconchel.
La higuera que su padre había plantado en el pozo ciego del patio, que había crecido tanto, que había dado inclusive higos este año, rascaba en la arena del cartón cubierta, y a Justo le dio un vuelco el corazón: ¿Sería que su abuela ya se había muerto y estaba rascando para protestar lo que había pensado, que no la quería? O ¿Sería la propia higuera para reclamarle los higos verdes que le había robado? Se acurrucó en la litera, y se tapó la cabeza con el abrigo. Enseguida cambió sus pensamientos por sueños. Soñaba siempre con músicas de fondo. Con orquestas de armonios y con aleteos de cosas que revoloteaban a su alrededor.