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CASTROVERDE DE CAMPOS: 4ª PAGINA            Puede que por el año cincuenta...

4ª PAGINA            Puede que por el año cincuenta y siete, la  Empresa  de Rufino, estrenó dos autocares. ¡Qué sensación produjo aquello...! Eran “chatos”. Parecía que no tenían motor, lo llevaban dentro de la carrocería, y eran el doble de largos, por lo menos, que los rechonchos anteriores. La gente salía a verlos, y algunos, los más listos, medían con pasos su longitud: ¡Diecisiete pasos...!.
            Es que “el coche de línea” era vital para la vida de los pueblos que, como el nuestro, no tenían tren”. (En la  rivalidad con los de Villanueva, ¡menuda murga nos daban en los campamentos porque ellos tenían tren!, aunque fuera el tren burra,...). Era el cordón umbilical que nos unía con el resto del mundo. En él nos llegaba, y marchaba, el correo, cuando las cartas eran el único medio de comunicación con el exterior, las noticias, aunque con retraso, en los pocos  “Yas”, “Abecés”, “Nortes”, e “Imperios”; las medicinas, que “Aco” llevaba hasta la Farmacia. Cuando la riada del sesenta y dos, cortadas las carreteras nos las trajeron en helicóptero de la guerra de Vietnan.
            El cisco, las mantas, los costales lo traían en sus carros cisqueros y manteros; igual el pescado, Castañón, de la Estación de Benavente. Las rejas, el aceite, el bacalao y el arroz lo acercaba el carro azul del Sr. Goyo desde la estación de Castroverde. La madera los montañeses de Cistierna y los trillos los de Cantalejo el día de la Feria.

IV.- Tan cerrados como estaban los pueblos en sí mismos, tan interrelacionados sus habitantes, llenos de niños y de jóvenes, llenos de vida, aun en medio de la austeridad y la pobreza, conviviendo con los mayores en la iglesia, en la plaza, en el juego de pelota, vivíamos muy pendientes los unos de los otros. Saber quién viajaba, adivinar los motivos, era fundamental para conocer las vidas de cada cual.
            Iban algunas chicas, las menos, a hacerse ropa con la modista de la ciudad. Tratantes a los mercados. Se iba al médico y al  “abogado”, (¿quién no vuelve  “consolado”?. A  las Ferias de septiembre, acabado el verano, a Valladolid....
 Por el mes de marzo el “coche de línea” nos llevaba a la mili, para  muchos la primera salida del pueblo. Cada mañana, el resto de los quintos salían a despedir a los que marchaban; a los últimos ya sólo los despedía su familia.
            A veces marchaba una muchacha. Si llevaba ya un  tres meses sin  ir al baile y a misa y la había dejado el novio, y tardaba dos meses en regresar, o no volvía... ¡malo!: embarazo que ocultar y nuevo inquilino en la inclusa. Las solteras pobres, que no tenían a donde salir, alumbraban en el pueblo. A los dos o tres días, marchaban a la capital y  dejaban el envueltico en el torno. Otras criaban al hijo con toda la dignidad del  mundo, venciendo la enorme presión del prejuicio pueblerino.
            A la llegada de los coches, por la tarde, el lugar estaba muy concurrido. Casi todos los muchachos del pueblo andábamos por allí. A ver quién venía y si se caía llevar algún encargo.
 En los días previos a las fiestas de junio y agosto, ya alrededor del sesenta, era obligado estar en la espera, habían de poner dos o tres autocares, de gente que venía;  los mozos a ver qué chicas  llegaban de la ciudad y, al revés las mozas. Regresaban  a la fiesta los primeros emigrantes, traían pantalones vaquero y gafas de sol, nos miraban a los de aquí por encima del hombro.
            No digamos cuando llegaba un funcionario  o un maestro jóvenes. Ello despertaba la ilusión de las mozas casaderas.
            También utilizaban este medio de transporte los mendigos para regresar de los pueblos próximos si ese día habían abundado más las “perras gordas” que los rebojos y   los “Dios te ampare”.

V.-La hija mayor del Alcalde tenía veinte preciosos años. Su recatada belleza  no era inferior a su bondad e inteligencia. La pretendían todos los mozos terratenientes del pueblo, pero vino a pasar unas vacaciones un muchacho que había marchado de niño a los frailes, que luego se empleó en Madrid y allí, aun de las últimas quintas, lo pilló la guerra. Combatió en el otro bando, pero, al acabar la contienda continuó en el ejército nacional.
 Habían pasado muchos años. El niño  delgaducho e inteligente volvía hombre joven, culto  y  Sargento del  Aire; pero, su familia, según la expresión utilizada por los adeptos, “era de la cáscara amarga”, y humilde.  Y, ¡mira por cuanto!, fue al baile y, ¡cómo no!: se enamoró de aquella preciosa muchacha, y fue correspondido. Sobresalía de los patanes del pueblo en cultura, en modales y, además, era  guapo.
            Enterado el padre, un hombre, aunque integro, muy radical, puso el grito en el cielo. Aquello no se podía consentir. Destacó a un alguacil todos los días a la salida de “los coches”. Hasta que no marchara el Sargento  (y eso que, ahora lo era, del ejército de Franco), su hija no saldría de casa, sino a misa, y con su madre.
            Los muchachos enamorados que calaron la jugada, idearon una treta: Pasados unos días, se puso el uniforme, cogió la maleta y se subió al coche de Valladolid (allí cogería el tren para Madrid). El alguacil corrió a casa del Alcalde: - ¡Jefe, tranquilo que ya se marchó el pájaro!- Lola ya tuvo libertad para salir, y pretextó ir a coger unas flores al “Cercado”. Alberto se apeó en Villamayor, el primer pueblo, y regresó caminando  al “Cercado”. Al divisarse corrieron al encuentro, se abrazaron, departieron embelesados platónicamente, se juraron amor eterno.
            Al poco el padre consintió la relación y la boda. Fue un yerno querido. En los difíciles años cincuenta en Madrid, con cuatro niños, al matrimonio no le faltaban las cestas del pueblo. NAZARIO MATOS