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SERRADILLA DEL LLANO: A D. Santiago Carrasco le sucedió al cargo de la parroquia...

A D. Santiago Carrasco le sucedió al cargo de la parroquia D. José Atilano Sánchez Velasco, natural de Villavieja de Yeltes, donde su padre era montaraz de una de sus dehesas. Fornido y bien plantado, me tuvo mucho cariño, y yo se lo tuve no menor a él. Como los monaguillos de entonces –entre otros, Daniel y mi hermano Joaquín–, entraban en edad apta para los trabajos del campo, debió pensar que si conseguía un monaguillo de corta edad, podría disponer de monaguillo para mucho tiempo y se fijó en mí. Tenía yo por entonces, pese a mi corta edad, una memoria ciertamente feliz, por lo que no le fue difícil hacerme aprender, en latín, las con testaciones a las diferentes recitaciones de la misa. Para facilitarme el aprendizaje, incluso, me enseñó, tempranamente, a leer.
Para el aprendizaje de las ceremonias hizo que acompañara a Joaquín hasta aprenderlas. Durante este aprendizaje me ocurrió una incidencia, que hoy recrdarlo me causa risa, pero que entonces, con lo vergonzoso que yo era, me enfurecía siempre que mi hermano, para hacerme rabiar, me lo recordaba. El celebrante hacía la lectura de la Epístola siempre en el lado izquierdo del altar mientras que la del Evangelio, tenía que hacerla en el derecho. Para ello, el monaguillo situado al lado de la Epístola, tenía cambiar el atril con el misal. Aquel día yo, que estaba en el lado de la Epístola debí estar distraído y, ni advertí la terminación de la lectura, ni vi que el celebrante acercaba el atril al borde del altar para que yo, que apenas llegaba a él, pudiera alcanzarlo. Para llamarme la atención dio en él unos golpecitos con los dedos mientras, en voz baja, me decía: ¡El atríl, el atril!
Sobresaltado, me acerqué al altar, cogí el misal y sin más, como si hubiera terminado la misa, me lo llevé a la sacristía. Mi hermano, siguiéndome a toda prisa, quería volviera con todo al altar, pero yo, avergonzado, me emperré en no salir, por lo que tuvo que sacarlo él y seguir como único monaguillo.
Muchas cosas podría contar de mi trato con D. José: los cuentos graciosos que de vez en cuando traían los periódicos y que me hacía aprender y luego recitar; los paseos en su compañía a los dos huertos de la parroquia, en los que solía preparar, sembrar y aún regar algún cantero con hortalizas; los dos reclinatorios de madera que construyó para el presbiterio –era un manitas para lo que hoy llamamos bricolaje –; las cancelas que hizo para el “portalito” y para la pila bautismal, o el piso de cemento que echó en sustitución del deterioradísimo entarimado anterior, etc,. etc… También una cortina para la puerta de la casa parroquial, a base de canutillos de papel de periódico, pegados con engrudo y pintados.
Las parroquias, entonces, se clasificaban en “de entrada, de tránsito y de propiedad”. La nuestra era de entrada, para sacerdotes noveles. Por ello quizás, o por dificultades surgidas en los azarosos días de la República, hacia el mes de octubre del año 35, fue trasladado a El Payo, cuyo titular había sufrido una parálisis que le impedía caminar y mantenerse en pie.
Hacia junio del año 36, ante la perspectiva de quedarse sin su monaguillo habitual, ya algo mayor y útil para las labores agrícolas, escribió a mi padre pidiéndole que me permitiera pasar el verano con él, para ayudarle a misa, ya que, además, yo en mi casa más iba a servir de estorbo que de ayuda. (Antes de la reforma litúrgica, no se podía decir misa sin que al menos un monaguillo la ayudara). Accedió mi padre y, en fecha que no recuerdo, me trasladó –en caballería, naturalmente, no había otro modo¬, a Ciudad Rodrigo, y en un camión del Payo, D. José en la cabina con el conductor y yo en la caja, entre trastos y con compañía de un “campero” recién comprado en Ciudad, (debió ser día de mercado), llegué a mi destino veraniego.
Muchos y muy buenos recuerdos guardo del Payo, donde lo pasé estupendamente. Pero me pilló allí el 18 de Julio y los primeros días del que, por entonces, se comenzó a llamar Alzamiento Nacional. Desde el balcón de la casa parroquial, contemplé un día, sin entender de qué iba la cosa, la proclamación, en la plaza frontera, del Estado de Guerra. Venía yo advirtiendo en días anteriores, y luego en los posteriores, cierta inquietud en los dos sacerdotes y sus familiares, pero seguía inconsciente de la situación. Tanto allí, pero más en mi familia, la situación fue angustiosa a causa de la incomunicación con mi casa, hasta que, restablecida cierta normalidad, D. José, una mañana temprano me llevó, atravesando dehesas, hasta la carretera de Acebo a Cuidad Rodrigo por la que diariamente solía circular un autobús-correo. Me confió a una pareja de la Guardia Civil, únicos acompañantes del conductor aquel día, con la recomendación de que me entregaran a mi padre, previamente avisado, que allí me estaría esperando.
Solo a distancia, supe de su paso por Castraz, antes de su destino definitivo a Aldea del Obispo. Hasta el año 60 no volvimos a encontrarnos. Aquel año, a la espera del resultado de unas oposiciones, pude gozar de unos meses de descanso en casa de mi madre. Era párroco Don Cesar, quien supo pronto de mi cariño por D. José, y que lo conocía por tener familiares en Aldea. Para no recuerdo qué asunto subí un día a Ciudad Rodrigo. También, quizá para alguna reunión sacerdotal, había subido D. Cesar e igualmente D. José. Al final del día, a la hora del retorno, D. Cesar, que minutos antes se había despedido de D. José, se encontró conmigo y a toda prisa me llevó a donde lo había dejado esperando también el autobús de Aldea del Obispo. Habían pasado 24 años desde nuestra despedida en la carretera de Acebo a Ciudad Rodrigo. Yo era ya un hombre adulto. Él había envejecido, pero conservaba la buena estampa de sus años en Serradilla. Emocionados, nos fundimos en un largo abrazo. Eran muchos los recuerdos que se agolpaban en nuestras mentes... Su emoción no fue menor que la mía; no pudo apurar el vaso de cerveza que estaba tomando.
La vida nos separó de nuevo. Tarde, supe de su defunción en la parroquia de Aldea del Obispo. El recuerdo de su cariño y mi gratitud hacia él, me han acompañado siempre, y seguirán acompañándome mientras viva.