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LA URZ: Por esta época del año, pasó...

Por esta época del año, pasó
- Vamos, hijo, arriba, te tienes que levantar ya pues van a venir a desayunar los “bercianos” y tienes que ir con ellos. Dormían en el pajar, que por aquellas fechas, estaba lleno.
El día antes, al anochecer, habían llegado a casa la cuadrilla, que habían contratado en Riello para segar el pan (el centeno).
Las cuadrillas, según decían los del pueblo, no debían de tener más de cuatro o cinco componentes, pues con un número mayor se perdía mucho tiempo en los remates de la siega. Con menos, si se tenía una extensión considerable, se eternizaba.
La mayoría eran hombres, aunque las grandes, solían traer una o dos mujeres. Entre los contratantes tenían cierto rechazo, salvo que las conocieran, por que segaban menos y no ataban.
Lo que más me llamó la atención es que para el almuerzo (desayuno), mi madre había preparado unas patatas guisadas con un poco de bacalao y que estaban muy encarnadas. En la mesa, además, había la leche y otros alimentos, más tradicionales, a mi entender, para el desayuno. Las patatas, aquel día, no las probé.
Nada más terminar de desayunar los bercianos afilaron los hocines. Mi padre cogió una bota de vino, dos barriles (botijos de barro) y algo para las diez y todos para la tierra.
Lo primero que hicieron fue colocarse encima de los mojones y marcar una línea recta, pisando las pajas con el pie a lo ancho, entre ellos para delimitar la tierra. Uno empezó a segar y a medida que se iba haciendo hueco se iban incorporando los demás. Cuando ya estaba segado para hacer cuatro o cinco manojos, los ataron y formaron una especie de cueva para colocar los barriles, la bota y las diez.
Segaban haciendo como ondas, se decía que se aguantaba más, que en línea recta. Además, ahora pienso que de esa forma, se cubrían mejor las espaldas a los más lentos.
Era bonito ver como avanzaba la estaya con sus curvas.
¡Chaval! ¡Agua!. Estaba sentado, debajo de un roble y salí corriendo para acercarle el barril, al que había llamado. Los demás también aprovecharon para hacer un alto…. Me habían levantado temprano, pero ya empezaba a ser útil. Si se acaba el agua tenía que ir a la fuente más próxima o si alguno se le había olvidado algo debía ir a buscarlo.
La siega, como todo en el pueblo, estaba regido por las matemáticas, por eso se decía: “de tres hozadas manada, de tres manadas gavilla y de tres gavillas manojo”. La regla matemática no se podía cumplir siempre ya fuera por la delgadez de la paja, por la separación entre las cañas o la profundidad con la que se podía introducir el brazo para abarcar y, por supuesto, por la fuerza y el tamaño de la mano del segador.
Para hacer la manada se cortaban las pajas que se abarcaran con la mano semi abierta, después se hacia la llave, que consistía en coger dos, tres o cuatro pajas que tenían agarradas y sin soltar el hocín se les daban la vuelta por la parte de atrás del pulgar y del puñado para volver a dar otra vuelta alrededor de la segunda falange del pulgar, que apretaba para evitar que este atadillo se deshiciera. Continuaban segando, y las hozadas las colocaban entre el atadillo y la mano abierta hasta que no cupiera más. La última hozada, de cada manada, la sujetaban con el hocín. La depositaban en el suelo hasta constituir la gavilla.
Al terminar de segar la tierra ataban las gavillas, y le preguntaron a mi padre ¿cómo quiere de grandes los manojos?. A pesar de las matemáticas, había que tener en cuenta la fuerza de las personas que los iban a acarretar y darlos a la fejina.
Al medio día, volvía para casa para ayudar a mi madre y llevar la comida y aprovechar para llevar agua fresca de la fuente del Pozo Montín. Bueno, más bien, me ayudaba mi madre a llevar los barriles.
La comida caliente, con su ración, iba en una marmita de porcelana, el pan y los utensilios para comer iban en un cesto con asa. La merienda en otra bolsa de tela.
Lorenzo apretaba ¡qué calor! Se buscó una sombra, extendieron un mantel de hule, creo. Situaron la marmita en el centro. Nos sentamos alrededor. Sacaron la ración para unos platos y comenzamos a comer a rancho.
Después vino la siesta, cada uno buscó acomodo como mejor pudo. ¡Qué duro estaba el suelo! No fui capaz de pegar ojo, cuando me levanté, estaba molido, y más cansado.
En el transcurso de la tarde cada uno seguimos con nuestra tarea, ellos segando y yo atento por si me reclamaban.
Alguno canturreaba. Otro decía ya queda menos. Otro debemos echar un cigarro ….
El sol iba cayendo.
Para “Umaña”, como decía Urbano, se estaba poniendo “encarnao”.
¡Venga vamos a atar que sino no nos da tiempo. Terminaron de hacerlo y el jefe de la cuadrilla comentó: “Ya está, ya ha salido “La Estrella Jornalera”. Nos vamos para casa.
¡Qué alivio! pensé.
Desde aquel día, cuando estoy en el pueblo, siempre me acuerdo de buscar la “Estrella Jornalera”