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BUSTILLO DEL PARAMO: La casa de mis mayores ...

La casa de mis mayores
La casa era de hermosa mampostería, pero los dinteles de puertas y ventanas lucían magníficos sillares de piedra bien labrada que eran la envidia de muchas miradas.
-- ¡Menudo cacho casa –decía mi amigo Silvino--, y, al decirlo, seguro que pensaba que, en un pueblo como el mío, no había por qué aspirar a palacios mayores.
En el desván de aquella “cacho casa” y buscando “cosas”, como suelen hacerlo casi sin excepción todos los niños, encontraba yo números muy atrasados de El Castellano, un diario sin grandes pretensiones, que informaba principalmente de los acontecimientos de Castilla y León, y del que a mí me interesaban sobre todo los chascarrillos de su página de entretenimientos. El hecho de venir el nombre de mi abuelo en la dirección de cada uno de aquellos diarios me decía algo del interés cultural, o al menos informativo, de mis abuelos.
Otro de los recuerdos de aquel desván que quedaron grabados para siempre en mi memoria fue el ulular del viento un día de tormenta, al filtrarse por una rendija que quedaba entre el tejado y la pared; y si me quedó tan grabado que aún me parece escucharlo en los días de viento huracanado es porque aquel silbido tan inusual me parecía venir de una región muy distante y llena de misterio: algo así como si viniera de ultratumba. Ahora, cada vez que escucho ese silbido misterioso del viento, no puedo menos de sumergirme en mi infancia y permanecer un buen rato ensimismado en el desván de la casa de mis mayores.
Cuando mi abuelo murió y mi tío dio un nuevo rumbo a su vida, el oficio de cantero de mi padre era incompatible con el de labrador, y el lugar y la distancia donde él lo ejercía lo eran aún más, por eso aquella casa que me vio nacer y que había sido el alma de tantas actividades durante generaciones, vio cómo su puerta se cerraba para siempre y se dispuso a afrontar en el silencio y la soledad los últimos años de su existencia ya inútil.
Pero como el tiempo siempre termina pudiendo hasta con los castillos más inexpugnables, ¡qué no iba a hacer con aquella casa abandonada y expuesta a todas sus inclemencias!
Con los años llegó la hora en que mi padre se vio obligado a demoler aquella cacho casa para que, en su caída si llegaba a derrumbarse, no arrastrara a la del vecino. Así es como yo la vi algún tiempo después cuando ya no era más que ese rimero de piedras sobre piedras. Mi último acto ante aquel montón de piedras fue sentarme sobre ellas y llorar como el poeta ante las ruinas de Itálica, porque esas piedras eran algo que yo había idolatrado en mi infancia, por más que ahora sólo fueran el refugio donde las lagartijas tomaban el sol y la madriguera de sapos desde la que lanzaban su canto monótono por la noche. Allí quedaban enterradas muchas de las ilusiones de mis mayores y una buena parte de mi infancia.
Si mi abuela hubiera estado junto a mí, estoy seguro de que me habría dicho algo parecido a esto: mira, hijo mío, ¿lo ves?, al final sólo nos hacen compañía las ligaternas de día y los costros de noche.
Poco tiempo después incluso aquellas piedras desaparecieron, cosa nada extraña, ya que habían sido ampliamente codiciadas. Así es como el solar de mis mayores terminó convertido en huerto donde ahora se veían, junto a cuatro ringleras de humildes patatas, como habría dicho mi abuela, unas cuantas cebollas, ajos y guisantes para apuntalar el cotidiano condumio en la vida de un labrador. Chindasvinto