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BUSTILLO DEL PARAMO: La siega de la hierba...

La siega de la hierba

Una vez pasado el invierno y con los campos verdegueando ya en lontananza, era una delicia, que para describirla es menester haberla vivido antes, el dar unos paseos por los tortuosos caminos de los campos viendo las mil y una tonalidades de verde y oliendo los mil y un perfumes de las minúsculas florecillas, de los trigales, de los espinos en flor, de la tierra mojada y de las mil y una plantas olorosas que crecen hasta en los lugares más austeros.
Cuando en los días de viento, con los trigales ya creciditos, contemplaba uno desde lo alto de cualquier otero cómo se formaban esas olas de verde que comenzaban en un extremo de la finca y terminaban en el opuesto para volver a comenzar y continuar así mientras durase el viento, uno se sentía transportado por las olas a un país donde todo era verde y bonito.
Es ahí donde yo vi claramente cómo ese mar verde de Castilla se instalaba en mi interior para no abandonarme ya nunca. El verdor de esas olas jamás perdió su brilo ni su suave balanceo junto a las olas azules del Mediterráneo, y esas olas azules me llevan sin poderlo remediar al mar verde de mi Castilla.
-- Mira. Caporal, mira cómo campean los trigales -hubiera dicho mi tío ante tal espectáculo.
La hierba estaba ya a punto para la siega y había que aprovechar su punto óptimo para, una vez seca sobre el terreno, poder ensilarla en las mejores condiciones.
-- Caporal -decía mi tío-, mañana el agüelo, tú y yo iremos a segar el prado del camino de Hormazuela; tú cogerás la botija, cuidarás de los bocadillos y procurarás que nunca falte agua fresca a la sombra de los majuelos. Tapas bien los petos de la botija, sobre todo el grande, porque si no hasta podría meterse en él una culebra, ¿me oyes?
-- Sí, ya lo vigilaré bien, pero ¿podré también buscar nidos?
-- En el tiempo que te sobre podrás hacer lo que quieras, además de escuchar cómo cantan las codornices, porque por estos lugares de los prados hay muchas codornices. Ah, y cuélgame la colodra en la rama de ese espino, bien llena de agua, porque tendré que afilar el dalle unas cuantas veces.
La colodra solía llevarla el segador colgada del cinto para tenerla siempre a mano, pero mi tío prefería que nada le estorbase y así poder concentrarse en la siega. Yo, feliz de poder disfrutar a solas de aquellas verdes praderas, pronto comencé a alejarme por la orilla del arroyo que corría todavía abundante por la orilla de las fincas. Apenas había avanzado cincuenta metros cuando diviso algo que se mueve entre la hierba fresca, más bien húmeda por la cercanía del arroyo.
-- ¡Oh, una culebra -le grito a mi tío, mientras inicio el retroceso por miedo a encontrarme otra.
-- No tengas miedo, Caporal, que no es una culebra, sino un lución; por aquí, a la fresca de la hierba, hay muchos, pero tienen más miedo que tú y no hacen nada más que escapar como pueden.
-- ¿Cómo que no es una culebra? Es larga como las culebras, no tiene patas, como las culebras, y se mueve igual que ellas.
-- No porfíes, rapaz -- terciaba mi abuelo-- es un lución como te dice tu tío, y no seas camorro. Las culebras no son tan tontas como los luciones: son mucho más ladinas, están en lugares secos y no mojados como ése y no se dejan ver tan facilmente. Ven y verás.
Me acerco donde estaban segando y veo una cosa que se mueve como si fuera la cola de una lagartija.
-- ¿Era como esto lo que has visto? -preguntaba mi tío.
-- Sí, ¿y eso no es una culebra?
-- No, Caporal, esto, aunque no te lo parezca, es una ligaterna un poco distinta de las otras, es una ligaterna sin patas y más larga que las demás, pero una ligaterna. Fíjate en la cabeza, ¿es una cabeza de culebra?
-- Oh, es una cabeza de ligaterna, pero lo demás...
-- Lo demás casi también, porque si a un lución le cortas la cola, la cola seguirá moviéndose como la de las ligaternas. ¿No ves este que hemos cortado con el dalle? Además, esa cola cortada después les crece otra vez, aunque un poco más delgadilla; vamos, como las ligaternas. Si vas a aquel picón del prado encontrarás muchos más, porque allí debe de haber un criadero.
Yo nunca lo hubiera creído, pero la opinión de dos mayores expertos valía mucho más que la de un principiante aprendiz de todo (continuará), Chindasvinto