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BUSTILLO DEL PARAMO: Cuando al volver de las tierras de labranza en los...

Cuando al volver de las tierras de labranza en los atardeceres de verano, sentados no muy lejos del pueblo en una loma que apenas levantaba unos metros sobre la inmensa llanura, se oía lejano, muy lejano, el acompasado silbido de los alcaravanes (o al menos así me lo parece a mí ahora, a muchos años de distancia, a uno se le encogía el alma como al entrar en una gran catedral gótica y escuchar en un tono casi imperceptible las suaves notas del canto gregoriano. Y es que esa catedral era la cúpula mucho más grande del firmamento donde, a falta de notas gregorianas, o del alegre trino de las alondras, de los pinzones, herrerillos o petirrojos, siempre había la posibilidad de escuchar y de masticar lentamente el silencio.
¡Y qué noches las de aquellos días! Cuando ya todo había terminado --si es que termina alguna vez el día del labrador-- comenzaba el alegre concierto de la vida nocturna que proccedía de los cuatro puntos cardinales: el croar de las ranas en el charco a que daba lugar cualquier remanso del río, el grrrriiii..., agudo continuo e interminable del grillo real, el penetrante canto de los sapos, que en la aldea se conocían con el nombre de costros, y hasta el hu hu de algún mochuelo o incluso el ulular de la lechuza, por más que a éstos siempre se les encontraran connotaciones menos halagüeñas por lo triste y melancólico de su canto. Si a esto se juntaban los miles de lucecitas de las luciérnagas que a lo largo del camino constituían lo que hoy sería el pasillo oscuro de cines y teatros, diríase que uno estaba soñando o viviendo una experiencia de las mil y una noches.
Por entonces el boom de las discotecas, pubs y locales nocturnos ni siquiera se columbraba en el horizonte, pero por más que esa clase de diversiones hubiera estado ya a la orden del día en las ciudades, el joven del campo siempre tenía la posibilidad de recurrir a emociones más profundas y duraderas que las de cualquier discoteca nocturna.
Uno se sentía presa de una alegría profunda cuando se decidía, por ejemplo, hacer una pesca nocturna del cangrejo en el modesto río que pasaba por el lugar y que tenía su humilde fuente allá, cerca de la peña del Perul.
Sabido es que este crustaceo es un animal de vida nocturna en la que desarrolla toda su actividad, mientras que permanece oculto durante el día en cuevas de los márgenes del río que él mismo cava, o bien, aprovechando las ya existentes, o entre las raíces de árboles y plantas acuáticas. Por eso era una estampa habitual ver a fulano o mengano, apenas puesto el sol, dirigirse con su cesta al brazo llena de reteles y la horquilla al hombro para levantarlos del lecho del río después de haberlos tenido ocho o diez minutos sumergidos en el agua con un cebo en el centro.
¿Qué, a buscar la cena? --le preguntaba Eladio a Dionisio.
Si se tercia, será la de mañana; hoy sólo voy a matar el tiempo.
Pues mira que tu mujer sabe poner bien los candrejos, ¿he?
Sí, pero ahora la Manuela no puede porque está noche la ha dado como un paralís o la tiene medio rota; no sé lo que tendremos que hacer.
Yo tengo un frasco de árnica en casa, ¡si quieres probar...!
Ella sabe que el árnica va bien, pero dice que eso no es cosa del árnica, que eso necesita otra clase de boticas.
Bueno, si se pone feo tendrás que ir a Villadiego, aunque yo antes aprovecharía la visita del veterinario, ¿no? Ésos saben de todo.
Pero había otro método menos ortodoxo de pescar cangrejos, al que se recurría con frecuencia en aquellos tiempos en que la pesca fluvial, como muchas otras actividades, estaba aún lejos de gozar de una regulación y de un control adecuados, control que llegaría con el tiempo ante el peligro de dejar los ríos de la península esquilmados y ante la posibilidad para la diputación correspondiente de inyectar un dinero relativamente fácil en las arcas municipales con las licencias expedidas y con las multas por las infracciones pilladas in fraganti.
Este método era el del carburo. Comenzando en el lugar previamente elegido y avanzando dentro del lecho del río siempre a contracorriente para no enturbiar el agua, uno alumbraba de la mejor manera posible el fondo del agua con la luz del carburo (el método corriente de iluminación junto al candil cuando aún faltaban años, y no pocos, para que llegara a la aldea el alumbrado eléctrico), y otro iba atrapando con movimiento sigiloso y veloz al cangrejo cuyos reflejos no eran lo suficientemente rápidos como para salir disparado, remando hacia atrás con el movimiento de su potente cola.
Alumbra por aquí, Caporal --decía mi tío a media voz--. ¡porque hay visto una de candrejos!..., casi como un ejército.
El ejército se reducía a cuatro o cinco cangrejos que había podido recuperar mientras los demás huían despavoridos, pero ésos eran realmente de buen calibre.
¡Hala, hala! --exclamaba yo, jubiloso y sin reparos, apuntando al de mejor tamaño--, si éste parece el agüelo de todos los candrejos.
Cierra la boca y déjate de aspavientos, chaval --susurraba con voz misteriosa mi abuelo--, que por aquí hasta los árboles tiene oídos.
En ese susurro a media voz, que parecía extraer con gran esfuerzo las palabras de entre los pliegues de su faja de campesino, veía yo que la conciencia de mi abuelo no se sentía del todo satisfecha por la pesca menos ortodoxa con carburo, aunque para mí fuera uno de los entretenimientos más apasionantes a que se podía recurrir en un lugar tan apartado de lo que podríamos llamar la civilización. De todos modos, querer ocultar aquel hecho era una labor ardua cuando la luz del carburo no podía pasar desapercibida para nadie que, intencionadamente o no, pasara por los alrededores.
Unos cuantos años más tarde, allá por la década de los setenta, los ríos de la península quedarían, de todos modos, esquilmados al verse afectados gravemente por la peste del cangrejo (afanomicosis), provocada por la introducción de una especie americana (continuará). Chindasvinto