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BUSTILLO DEL PARAMO: La larga tapia del colmenar discurría a lo largo del...

La larga tapia del colmenar discurría a lo largo del camino que salía del pueblo en dirección a Acedilo y Coculina, a Fuentebuena y también a los brezales.
Una vez cruzada la puerta de acceso a la huerta se encontraba uno, sin solución de continuidad, bajo un emparrado que ofrecía su sombra refrescante en los tórridos días de verano que, no sé por qué, se me antojaban más cálidos y más abundantes que en la actualidad. Veinte metros a la derecha, en el centro de la huerta, el gran nogal que ya había surtido de nueces a generaciones pasadas y que daba una sombra que mi abuela consideraba perniciosa por lo refrescante, aunque ella, para explicarlo, recurría a la mitología pagana, atribuyendo a la sombra del nogal un no sé qué de influencia maléfica. Junto a la tapia de piedra seca, primero unas azucenas, que mi abuela llamaba "varas de san José" y que perfumaban el recibidor de casa cuando yo veía un buen ramo de ellas delante de una imagen de la Virgen Milagrosa que, en una hornacina de madera, corría de puerta en puerta cada semana; a continuación una enorme mata de acigüembres, cuyas aceradas espinas no impedían que se la visitara, cada vez que se entraba en la huerta, buscando los frutos más maduros. A la izquierda, lindando de tal forma con el emparrado que para entrar en él había que apartar a veces los racimos de uvas, la puerta del colmenar, cuya miel habían degustado las generaciones pasadas de mis mayores. Cerca de treinta dujos, treinta troncos de árbol vacíos por dentro, de más de un metro de largo cada uno, no todos ellos con enjambre, es cierto, pero, de cualquier forma, el orgullo de cualquier apicultor diletante que no tiene tiempo para aplicar más que las normas más elementales de la apicultura.
Allí enjambraban cada año no pocas colmenas, demostrando con ello la vitalidad del colmenar; unos enjambres partían lejos de la huerta buscando espacios nuevos donde instalarse y alguno que otro ocupaba uno de los dujos libres, ayudado siempre, y casi obligado, por el ingenio de mis abuelos o de mi tío.
--Y cuando se quiere coger la miel de estos enjambres --preguntaba yo a mi abuelo-- ¿qué hay que hacer para que no te piquen las abejas?
--Pues muy sencillo --decía él--, primero ponerte una careta hecha con tela metálica y bien ajustada al cuello (y aún así todavía te pica alguna abeja, pero hay que apechugar con esas picaduras si quieres catar la colmena), y después espantar a la abejas para que dejen libre el panal para poder cogerlo.
-- ¿Y cómo se las espanta, porque éstas parece que no tienen miedo a nadie?
--Sí, sí tienen miedo, sobre todo si las echas humo; por eso se coge este humero, se le pone paja encendida en la parte de abajo pero que no arda, se sopla por este aujero y el humo sale por este otro, directo a las abejas; las abejas salen pitando, pero se ponen furiosas y si unas cuantas se te echan encima, las pasas peor que en vendimias.
--Huy, entonces yo no me meto ahí, porque los chicos dicen que si te pica una abeja en un ojo se te pone como una bochincha.
--Bueno --decía mi abuelo--, a lo mejor no es tanto, pero eso sí, de todas formas, se te pone un ojo muy gracioso. Mira, te voy a contar lo que hizo una vez tu madre cuando era chica. Las abejas de este dujo --y me señalaba con exactitud el dujo en cuestión-- habían enjambrado y el nuevo enjambre se quería marchar afuera a buscar otro sitio. Nosotros pusimos un escriño con una rama de roble dentro untada con miel para ver si querían entrar; como las abejas no se decidían del todo, tu madre empezó a pasarla al escriño a muenzas: ¿tú sabes las que la picaron?, ¿no?, pues yo tampoco, pero empezó a sudar y a ponerse mala, mala, hasta que la dio un vahido y cayó en ese trozo de yerba desvanecida, ¡vamos, como para no haberlo contado, qué chica!
Al otro lado del colmenar había un guindo de cuyas guindas aún parece que conservo el regusto en la boca, pero mi abuela me las tenía racionadas ya que, según decía, había que guardarlas en aguardiente porque, en los dolores de tripas, eran como mano de santo.
Éste era el colmenar que, muchos años más tarde vería yo, como tantas otras construcciones rurales de la recia Castilla, derrumbado, con los dujos medio cubiertos por las zarzas, debajo de las tejas y en vías de convertirse en un montón de escombros.
Ahora, muchos, muchos años después y casi sin forzar la imaginación, pude ver, al otro lado del colmenar e invitándome a pasar por delante dasafiando a las abejas, mientras me ofrecía su frutos relucientes y ya maduros, el guindo que mi abuela me tenía racionado. Habría sido muy fácil, porque mi abuela, la pobre, hacía ya varias décadas que no me las racionaba, pero no habría tenido ningún sentido, porque allí ya no rutaban las abejas al pasar como balas cerca del oído, ya no había nogal que diera sombra sospechosa y ya no crecían las azucenas ni los acigüembres de antaño, allí, lo mismo que en cualquier camposanto de pueblo, sólo había silencio.
Pero ese silencio era para mí sagrado, más que santo, ya que, gracias a él, oía yo con toda claridad el llanto de las ruinas de un viejo colmenar que se lamentaba amargamente de la ausencia de voces y de risas infantiles, y porque las voces graves y bien timbradas de los mayores habían desaparecido para siempre.
Allí, entre las astillas carcomidas de los dujos, medio ocultas entre las piedras y las ortigas, y entre las zarzas que luchaban por emular a las modestas vigas del tejado derrumbado que apuntaban hacia el cielo hacía ya mucho tiempo, allí, estoy seguro, allí quedó sepultado otro jirón de mi infancia. Chindasvinto