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VILLAREJO DE FUENTES: UN NIÑO QUE PERDIÓ UNA GUERRA...

UN NIÑO QUE PERDIÓ UNA GUERRA
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La semejanza con la realidad es producto de la historia
y no de la coincidencia

PREÁMBULO

Al escribir este relato os digo que creo que nadie ha podido tener respuesta exacta acerca de cual es la menor edad a partir de la que se conservan recuerdos.

Son muchos los científicos que aseveran que la memoria que permanece en la edad adulta se inicia con los acontecimientos vividos a partir de los siete años.

También me han asegurado que es muy difícil recordar, una vez en edad adulta, los sucesos vividos antes de cumplir esos siete años, salvo aquellos que produjeron una gran conmoción emocional o que de alguna forma se ha reiterado periódicamente, condicionando el desarrollo de las diferentes etapas de la vida.

No se, cuando os cuento todo esto en que situación estaré, ni de que forma los recuerdos más lejanos han podido condicionar otras etapas de mi pasar por este valle de lágrimas, ni por consiguiente mi presente más inmediato, aquel en que compongo este relato.

Si que sé, de que ahora, en la plena madurez en que me encuentro, consciente de que estoy agotando las existencias de mi futuro, y en una edad en donde tras el ocaso de cada día que consumo duermo desasosegado ignorando si conoceré la siguiente alborada, aseguro que siguen presentes memorias que como en los capítulos de un folletín por entregas se repiten, y me angustian, se adormecen de nuevo para volver a resurgir en las largas noches de insomnio.

Al fin de cuentas, parece ser que lo que rememoro es simplemente el rosario de una memoria histórica.

Dejadme pues que hable en primera persona, y así os cuente mi historia y dispensarme si como me temo vais a encontrar bastante anarquía en el orden de los temas y capítulos.

LA VIRGEN DE LA MERCED

Busco quedamente en el libro de mi vida la primera página legible de mi memoria, y la convierto en una fotografía, que deviene con un nítido tema y un borroso entorno.

Me veo situado en el centro de esa fotografía imaginada, cogido a la mano de mi madre y esperando, en Valencia, a la sombra de las Torres de los Serranos, la llegada del tranvía 24, el “veintricuatrrum ” dicen que yo le llamaba arrastrando por misterios de niñez las letras erre. ¿Mi edad entonces?, la desconozco exactamente, pero rondaría cuatro años; ¿La fecha?, también la ignoro, pero es muy posible que fuera el día de la Virgen de la Merced, y digo esto ultimo no por conocimiento del calendario religioso, si no por asociación de posteriores ideas, que el poco probable lector que llegue a pasear su mirada por estas líneas comprenderá fácilmente.

Comienza pues este relato en aquel día, quizá de 1.943. En que quedó en el olvido lo previo al breve viaje en el destartalado tranvía de la línea 24, aunque sin embargo, no ha quedado olvidado si no muy bien recordadas y muy claras las imágenes, tanto como que, si fuera pintor, reproduciría en todos sus colores y detalles aquellos momentos, la llegada del convoy y el viaje al destino de aquel día en las afueras de Valencia, en su linde con el entonces pequeño pueblo de Tavernes Blanques, en la parada más concurrida e infamante de todo su recorrido, en:

SAN MIGUEL DE LOS REYES.

Es este lugar un enorme, imponente y antiguo edifico levantando siglos atrás para cenobio jerónimo, y que en el tiempo en que transcurre este relato se hallaba amurallado todo su amplio perímetro, custodiado su otrora acceso monacal por dos pequeñas torres, con troneras, almenas y barbacanas y bajo ellas un frontis y un arco de sillería, a modo de dintel, sosteniendo un grueso portalón metálico con mirillas, tras él un espacio cubierto semejante a un atrio, que se cerraba en su fondo por rejas metálicas de tan generoso espesor como de tosquedad y roña.

Para su custodia, hacían guardia en puertas y pululaba por su contorno desarrapada soldadesca, fusil al hombro, cuyos rostros y actitudes hacían pública proclama del limite de embrutecimiento a que se puede hacer llegar a seres humanos, incluso en la edad de la juventud, precisamente aquella en que más generosa y solidaria se manifiesta la vida. A estos jóvenes, las más de las veces contra su voluntad, les habían roto mocedad por el sometimiento al terror de una interminable leva, forzosamente convertidos en sumisos al más déspota, sanguinario y soez ejercito que la historia de España ha conocido, huestes sin enemigo, sin otra función ni otra consigna que la ocupación de su propia patria, y la represión bestial sobre sus propios vecinos, sus propios paisanos, sus hermanos, sus padres. Algunos eran invitados forzosos a las torturas carcelarias y otros voluntarios por mejora de rancho en los pelotones de ejecución que diariamente actuaban ante las tapias del cementerio de Paterna, tan próximo y tan lejano entonces a Valencia. Estas masacres siempre eran católicamente sacralizadas con la presencia del curato más vil, que con alma tan negra como su sayón talar se regodeaban con sádica satisfacción durante las horas que los condenados pasaban “en capilla”, recordándoles que después de su inminente inmolación, el Señor Dios les reservaba por los siglos de los siglos un infierno aún más cruel que la vida terrenal que se les arrebataba.

Recibía la nutrida tropa rasa, como generosa recompensa, menguado rancho de bazofia, pero cuyo reparto seguro y regular les aliviaba la hambruna que padecía la vecindad civil, curaban su diario sueño sobre rudo camastro revestido de la mugre de al menos cien quintas, que antes ya asentaron sobre sus carcomidos maderos sus huesos y sus sarnas, todo, con el acompañamiento copioso de ávidas chinches y combativos piojos. Unos pocos, por su grosería moral alcanzaban a colgar de sus harapientos uniformes chusqueras “sardinetas” de cabo o sargento, premio a su mayor docilidad. Esta recompensa, como si de un don divino se tratara, les protegía de responder de violencias, abusos, tropelías, corrupciones y sustracciones en provecho propio.

Imaginaos la catadura de los que exhibían solapas y bocamangas estrelladas

Es obvio, en esto que cuento, la diferencia entre aquello que mi memoria ha conservado y que mi experiencia posterior ha añadido.

No esperéis tanto prodigio como para que entonces pudiera juzgar lo que hoy, fruto de posteriores vivencias y muchas décadas de experiencia me permite decir, tampoco esperéis, ya que claramente habréis notado que no hay olvido, ni estoy calmo en complaciente comprensión, ni es este relato un aleluya de la grandeza de alma de los que perdonan, puesto que en esta fabulación nadie pide ni perdón ni tan siquiera modestas disculpas.

Tampoco es una historieta sobre la imparcialidad, no la busquéis, no la hay.

¿Por que cuando el humillado y ofendido es el humilde debe olvidar y perdonar y basta para el ofensor, si además es el poderoso, justificar sus brutalidades con la excusa más trivial?

Ya os habréis percatado a estas alturas que San Miguel de los Reyes, en aquel tiempo era una cárcel, y siguió siéndolo durante muchos años más, demasiados, como también lo eran las ahora turísticas Torres de Quart y Torres de los Serranos, los conventuales edificios de Monteolivete y El Real Sitio del El Puig (El Escorial valenciano le llaman hoy algunos chovinistas), y por supuesto La Cárcel Modelo, y seguro que otros tantos penales mas en la urbe valenciana, todos abarrotados y cuyo nombre quedó borrado de mi memoria y mi indolencia y la de los historiadores locales me aleja de su localización.

Estos lugares de triste recuerdo, que como San Miguel de los Reyes, fueron convertidos en sitios de permanente y sistemática tortura, en donde la más liviana era el hambre, sumada a la más ruin miseria e indignidad hasta limites de desespero. Todo como injusta venganza sobre quienes fueron fieles a la legalidad republicana, y a los juramentos de lealtad y solidaridad libremente otorgados, habiendo por ello luchado en defensa de ideales de mayor justicia social, igual da que lo hicieran con la palabra, la pluma, el ejemplo, el pensamiento o la milicia, enfrentándose a las hordas fascistas, y mereciendo, por haber mantenido sus generosos ideales, ser prisioneros condenados por los vencedores tras grotescos y sanguinarios “Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia”. Pantomimas presididas y