Hay primalas preciosas. Yo me enamoré de una. Su lana era entrefina y mis dedos se enredaban en ella, produciendome un inefable cosquilleo, que estremecía mi cuerpo desde la cabeza hasta el dedo gordo. Era tímida y cuando me quedaba mirándola fijamente, ella retiraba la vista y hacía que comía yeros. Sus ubres eran tersas, quizás algo apuntadas, pero suavemente vellosas, y del tamaño idóneo. Yo pensaba: "ordeñar a este animal mientras suenan las
Estaciones de Vivaldi, debe ser algo sublime".
Aunque
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