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LAS MESAS: Llevo rato pensando: no me gusta mi país. Llevo un...

Llevo rato pensando: no me gusta mi país. Llevo un rato con el poema “Alta traición”, de José Emilio Pacheco –quien festeja setenta años de una enorme sensibilidad y lucidez-, revoloteándome como una mosca tenaz en la cabeza. “No amo mi patria”, afirma el poeta. “Su fulgor abstracto/es inasible”. Cada vez lo es más. La patria de nuestros abuelos y padres es distinta a la nuestra. Era mejor. Todavía me tocó algo, por eso lo sé. La extraño. Se encuentra en esa zona del recuerdo donde habitan los paraísos perdidos. Para empezar, estaba menos contaminada y menos saqueada. Menos derrotada por el ejercicio del poder y el cuento de la modernidad. Había una idea más clara de nación. El “México, creo en ti”, del vate López Méndez, si de por sí era cursi y anquilosado, ideal para la ceremonia de bandera en la primaria, ahora suena anacrónico y falso, irreal. ¿Quién en su sano juicio se atrevería hoy a entonarlo como pasaporte de nuestra mexicanidad de valentía, tequila y mariachi? La suave patria velardeana, lo mismo: ¿impecable y diamantina? ¡Por favor! El zacatecano pedía: “sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. Igual y fiel. Pero ése es el problema, que México ha ido cambiando, transformándose. Para empeorar. Es un México desigual e infiel. Decepcionante. Humillante. Pobre.
No soy un malinchista vulgar o un chauvinista de Las Lomas. Ni siquiera un prófugo del axioma todo tiempo pasado fue mejor. Sucede que me indigna este país. El México adueñado por el narco y sus compinches gubernamentales. El México de los levantones, del rafagueo de los cuernos de chivo, de los decapitados, del todo mundo coludido en el negocio de la droga. El México de la inseguridad. El de la violencia imbécil. El de la corrupción. El de la extorsión a comercios y profesionistas. El del secuestro. El del desempleo. El de la ignorancia. El de la falta de cultura y educación. El de la extrema pobreza. ¡50 millones de pobres y tan campantes!
Gobiernos van y vienen, no importa si son del dinosáurico centro, como el PRI, persignados de derecha como el PAN o de izquierda ramplona y siempre dividida como el PRD, todo es lo mismo y nada cambia. Los resultados de las pasadas elecciones muestran, más que una preferencia política, un hartazgo. El nuestro. El del ciudadano común y corriente que está a disgusto con el desasosiego que le causa pertenecer a este país tan en guerra, tan en crisis, tan desigual, tan falto de empleos dignos, tan abandonado.
Daría la vida, es cierto –“aunque suene mal”, como en el poema de Pacheco-, por algunas personas valiosas, geografías inolvidables, pasajes históricos, que me reconcilian con mi noción de país, pero eso no me basta para quitarme el malestar. Esta sensación de que nos está llevando el carajo. Mario Vargas Llosa, en una línea célebre de Conversación en la catedral –novela que, por cierto, cumple 40 años de vida-, se preguntaba: “ ¿En qué momento se jodió el Perú?”. Yo mismo me he formulado múltiples ocasiones esa interrogante con respecto a México. Lo he cavilado y cavilado y la única respuesta que se me ocurre es que no hay un momento preciso sino una sucesión de momentos. México se jode día a día. Hoy mismo. Y no hay remedio.