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SANTOÑA: Santoña…. Corría el año 1966 y eran mis tiempos de...

Santoña…. Corría el año 1966 y eran mis tiempos de estudiante y, como tantos otros estudiantes en toda España por aquellas calendas, tenía dificultades económicas para continuar con los libros el curso siguiente, así que decidí trabajar durante el verano del citado año con el fin de reforzar, en lo posible, lo economía familiar. Llegué a esta extraordinaria ciudad cántabra y me alojé en una habitación con derecho a cocina que me alquiló una señora ya entrada en años, posiblemente, viuda, lo que deduje -pues nunca supe- porque vivía sola y siempre estaba vestida de negro, lo que no sería nada extraño en un pueblo de pescadores. Se llamaba Nela y su casa estaba en una calle muy cerca del paseo marítimo.
Al día siguiente encontré trabajo –sí, sí, no me he equivocado, por increíble que parezca encontré trabajo al día siguiente- y fue en la fábrica de conservas de pescado Albo, que estaba situada justo al lado del puerto y a sólo unos metros de la plaza de toros. Casi todo el personal trabajador era femenino, dedicándose exclusivamente a las cadenas de envasado del bonito y la anchoa, previa limpieza y preparación de ambas especies. En cambio, hombres estábamos pocos, quizá unos diez o doce, o poco más, y éramos los encargados de descargar los enormes bonitos, lavarlos, cortarles aletas, cola y cabeza y colocarles en unos contenedores metálicos para ser cocidos al vapor de salmuera. Precisamente la preparación de salmuera también la hacíamos los hombres, pues se trataba de palear grandes cantidades de sal para añadirla al agua, así como el manejo de las cajas, una vez llenas de latas con las correspondientes conserva en su interior subirlas al almacén, etc.
Ciertamente casi no me acuerdo de ninguna persona de las que allí trabajaban, en cambio si recuerdo el agradable ambiente que había, y cómo nos avisábamos uno@s a otr@s cuando comíamos el bocadillo casi a hurtadillas, pues no había tiempo para tal menester, y alguien veía acercarse al encargado de la fábrica, el cual era un hombre bastante elegante por su forma de vestir, a lo que contribuía, en buena medida, su bigotito fino y bien recortado, muy acorde con su personalidad. Se llamaba Sanromán y creo que era una buena persona.
Sobre el asunto del bocadillo diré que tod@s llevábamos un poco de pan de casa y a la hora adecuada, de forma furtiva, introducíamos en el mismo un poco de bonito cocido, resultando un exquisito bocadillo. Cuando estábamos colocando cajas en la planta superior cogíamos latas ya envasadas y, tras abrirlas, preparábamos “el bocata”, después para nadie detectara la lata vacía, dado que las ventanas del almacén daban hacia la plaza de toros, las tirábamos por encima de la calle hacia la misma, observando el sonido metálico al golpear contra las gradas. Trato de recordar nombres de los compañeros de trabajo y picaresca, pero se me escapan todos, únicamente tengo grabado el nombre de una chica que se llamaba Rosaura, aunque esta no participó nunca en el lanzamiento hojalatero, toda vez que, como dije antes las chicas trabajaban en las cadenas envasadoras y otros quehaceres en la planta baja. También el de un fraile que sólo trabajó unos días y creo que era de Santander. Se llamaba Antonio Mora.
Cuando salía de trabajar por las tarde, invariablemente terminaba en el puerto o el paseo marítimo. Siempre había hombres mayores pescando con caña o directamente con el sedal en la mano: Eran viejos pescadores, lobos de mar que lo sabían todo sobre la pesca y con gran amabilidad me enseñaron a pescar y los cebos a utilizar, aunque la modalidad que más practicaba –por su extremada sencillez- era la pesca de los panchos o panchitos al caer la tarde. Sólo había que poner al extremo del sedal uno, dos o tres anzuelos y poner un trozo de “gusana” y tan rápido como se tirase el cebo, tan rápido picaban… alguna vez incluso solía aparecer prendido a los ganchos metálicos algún pequeño pulpo.
Hacia el otro extremo del puerto había un pequeño astillero o carpintería donde construían pequeñas barquitas de remos y sólo había que acercarse para que aquellos artesanos te explicaran detalladamente y con toda amabilidad el proceso y todos los detalles de la construcción, maderas utilizadas y demás, con la seguridad y el orgullo de quien sabe que conoce su oficio a la perfección.
Los domingos solía subir hasta el monte que a espaldas de Santoña la resguarda de Cantábrico y unas veces bajaba hasta el faro por una escalinata enorme. Tan enorme que ahora sólo con pensar en ella me siento cansado. Otras veces me quedaba sentado en su cima contemplando largas horas la belleza del mar, del paisaje, la estela de barcos pesqueros que salían por el estrecho que separa a citado monte del Puntal de Laredo hasta que se perdían en el horizonte… los pueblos costeros en la inmensa bahía: Laredo, Colindres, Gama…. Y tantos otros que se divisaban y que nunca supe como se llamaban. Sin saber por qué siempre terminaba la vista en el Centro Penitenciario de El Dueso y observaba el deambular de los reclusos de un lado para otro y siempre pensaba que si en lugar de estar la prisión donde estaba la hubieran construido en lo más alto del cerro, quizá sus largos años de encierro les hubieran sido más livianos al poder contemplar desde allí aquel paraíso que forzaba a lanzar la imaginación al vuelo… A veces terminaba por bajar hasta la playa de Berria y tocaba sus arenas y la andaba y la pisaba de un lado a otro una y otra vez. Eso sí, sin dejar que el agua sobrepasara nunca los tobillos, pues uno es hombre de tierra dentro y como tal, no me importa llevar el mar dentro de mí, pues así le siento, pero otra cosa muy distinta es que yo entre dentro del mar.
A este respecto diré que en ocasiones me iba al puerto pesquero para contemplar a los barcos zarpar o regresar y me llamaba enormemente la atención el semblante de aquellos hombres que se me antojaban duros y curtidos en su lucha de toda la vida contra los temporales y las galernas del Cantábrico y que siempre, tanto al ir como al volver, estaban faenando sobre cubierta: Moviendo cajas, atando o colocando cabos, sujetando redes, baldeando, pintando, indicando desde la proa la maniobra correcta al patrón… todo era faena. Vaya mi admiración por todos aquellos valientes, pues creo que hay que serlo y mucho para enfrentarse durante horas, días, meses… siempre, a la voracidad de los mares por unos cuantos kilos de pescado que no siempre se pescan.
Un domingo pasaba por la puerta de la Iglesia y como observé que la gente se disponía a entrar, pues era la hora de Misa, pasé con objeto de conocer el templo por dentro. El cura era un señor muy mayor, pero por la forma de hablar y expresarse parecía bastante simpático, no obstante en la homilía estuvo metiendo un repaso a los parroquianos por diversas causas: el pudor, la caridad y otros varios temas, quedándoseme en la mente una frase que dijo entre toda la retahíla: … ¡”Y además tampoco tenéis el respeto debido a Juan de la Cosa”!. Yo no sabía lo que había querido decir con la falta de respeto al navegante en cuestión y de momento pensé que alguien habría ultrajado, de alguna forma, el monumento del paseo marítimo, así que después pasé por allí, pero no, no, el monumento estaba intacto, así que una vez en casa, lo comenté con la señora Nela, que también había estado presente, y la mujer fue muy clara y tajante: - ¡Pues nada, hijo, qué va a querer decir, nada, es que está muy mayor y chochea… suele hacerlo casi todos los domingos!. Bueno, pues todo aclarado, amigo, que la edad no perdona ni a clérigo ni a seglar.
En fin, que a la llegada de septiembre tuve que dejar Santoña muy a mi pesar tras aquel verano que le tengo por inolvidable tanto por su hermosura y la del entorno, el colorido de la bahía, el olor del puerto y las fábricas de conserva, y sobre todo por la amabilidad y educación de sus gentes, y, por qué no decirlo: Por su gastronomía, pues aún recuerdo algunos exquisitos platos a lo que amablemente me invitó la señora Nela, y aunque me prometí a mi mismo que volvería algún día, lo cierto es que nunca he tenido ocasión de hacerlo, pues aunque creamos lo contrario, nosotros pocas veces marcamos la derrota, sino que es la vida misma quien la impone. No obstante, no he perdido la esperanza de volver, pues aunque ya no va quedando demasiado tiempo de sobra, siempre quizá sea posible dar una escapada. Mientras tanto seguiré llevando a Santoña y sus gentes en mi mente y mi corazón.


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