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LAS LAGUNILLAS: Continuemos con la saga del Cortijo. En el cortijo...

La casa del abuelo era un gran cortijo cerca de Lagunillas, lleno de habitaciones oscuras, de pasillos empedrados y de escaleras estrechas, que subían a la cámara y al pajar. Cada cosa tenia su perfume. Olia a chimenea, a gallinas, a conejos, a leche, a fruta, a yerba, a muerte y a eternidad. Con el abuelo aprendí a conocer los árboles, el sol, las tormentas, los animales y las estrellas. Era lo más imprescindible para comenzar la vida. Y la comencé. Y después de muchos años, y desde muy lejos, la recuerdo con un deje de melancolía por los tiempos idos. Aunque hay quien dice que esos tiempos idos están en otra dimensión, al alcance solo de los brujos, Ummm, ¿será verdad?.

El cortijo tenia 2 mundos. Uno se llamaba abuelo y abuela, lleno de amor, de palabras cariñosas y de mimos. El otro mundo era más siniestro. En el se contaban historias tristes de la guerra civil, historias de aparecidos, y sobre todo se hablaba de los caprichos del señorito. Por empatía terminé perteneciendo a los dos mundos. Alrededor del cortijo se extendían los olivares, la sierra llena de quejigos y encinas centenarias, los arroyuelos que iban a morir al rio Salado, de cuevas y de zorros. A mis tias las recuerdo como si estuvieran hechas de música, cantando con un lebrillo lleno de ropa hacia la fuente. Todo formaba parte de la realidad cotidiana. Esas imgenes entrañables, han impregnado siempre mi espíritu con su fragancia.

Continuemos con la saga del Cortijo. En el cortijo no había luz. Nos alumbrábamos con el carburo. Ignoro si la compañía eléctrica de la época tenia el monopolio del mismo. Y también con el candil, que daba una luz fantasmagórica y como más intima, y que casualmente, solía encenderse cuándo los novios venían a ver a las titas, con la excusa por parte de ellas de que no quedaba carburo. Si, es curioso cuándo lo recuerdo. Hagamos una composición de lugar: La chimenea crepitando, con un fuego capaz y hermoso, las sillas de los enamorados en el sitio más visible de la casa, a unos 30 cm. una de otra, que impedía los acercamientos excesivos de las parejas, aunque no obstante, cuándo el abuelo se daba la vuelta para atizar el fuego, se encalabrinaban con tal ímpetu, que más de una vez la silla volcó al novio encima del muslamen de la tita. Tras una mirada fulminante del abuelo en su papel de talibán, todo volvía a su cauce, y las titas y la abuela, daban por hecho que la culpa había sido de la silla, por vieja y poco fiable, terminando la cosa, siempre, con vagas promesas de comprar sillas nuevas. También eran inolvidables, las idas y venidas nocturnas a la cuadra -mundo tenebroso para mis 4 años- con el abuelo, candil en mano, cuya luz deformaba, alargando y encogiendo las sombras, los objetos y los animales de forma monstruosa, mientras se oían sonidos extraños: resoplidos, bufidos, relinchos y pisadas. La cuadra olía a zotal. Y de la mano del abuelo, me sentía muy feliz. En otra ocasión hablaremos de otras facetas de la vida en el cortijo.

En el cortijo no había luz. Nos alumbrábamos con carburo. ignoro si la compañia eléctrica de la époc

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